El populismo se infiltró en el mundo sin pedir perdón, con apoyo de mayorías en muchísimos países, hasta poner en riesgo las democracias liberales. Huele mal y se ve podrido, como zombi levantado de la tumba de los fascistas de hace un siglo. Con sus demostraciones de fuerza, sus discursos de odio, su mentalidad sectaria y demás. Mi país, Costa Rica, no ha sido la excepción. Atónitos y sin mucho tiempo de reacción, los liberales de aquí y allá hemos buscado combatirlos, pero parece una batalla sin esperanza, porque todo lo que se hace en su contra da la impresión de fortalecerlos.
Desde la perspectiva de marketing clásico, es imperativo revisar qué hace que nuestros consumidores, los votantes, acudan en masa al negocio de la competencia, a pesar de que el producto que les están vendiendo les va a quitar libertad y amenaza con perpetuarse en el poder para volverse monopolio.
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Lo que no podemos hacer es seguir tratando de volver al mundo anterior, como gremio de taxis al que le llegó Uber. A fin de cuentas, los movimientos populistas responden a insatisfacciones acumuladas por décadas por la gente, ante sistemas de gobierno que les han fallado, sea porque no les resuelven sus necesidades o porque sienten que no reciben el valor que correspondería por el dinero que pagan en impuestos.
Ineficiencia, falta de transparencia, corrupción, burocracia inútil, obstáculos para que las personas puedan emprender, generar riqueza, educarse y, en esencia, construir su proyecto de vida como mejor lo consideren. El líder populista da voz a todos estos puntos de dolor, con lo que toca las fibras identitarias de gran parte de los habitantes. Un consumidor que se siente estafado no vuelve al negocio en el que le fue mal, aunque el de la competencia sea inferior.
Así las cosas, pareciera lógico que los defensores de la democracia liberal debemos pensar en formas innovadoras para brindar servicios públicos de mucho mayor valor, beneficios relevantes para nuestros pobladores por sus impuestos, y mucha mayor facilidad en los trámites que están obligados a cumplir. Dejemos el enamoramiento con las instituciones que funcionaron antes, pero han perdido su propósito, y cuya burocracia, rigidez, y clientelismo empujan hoy al consumidor a la tienda del populista, como un supermercado que se rehúsa a aceptar tarjeta, mientras que el del frente ofrece pago con Apple Pay, aunque sus precios sean más caros.
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Propongo dos principios modernos que podrían contribuir a elevar el valor percibido por los votantes de los servicios del gobierno. El primero es la trazabilidad: no hay excusa para que, en el mundo digital de hoy, los contribuyentes no tengamos un acceso rápido y de fácil navegación para poder saber en qué se gastan nuestros recursos. Si tengo que pagar cien pesos por un permiso, una patente, o un derecho de parqueo, que yo pueda ver fácilmente qué es lo que estoy financiando con esos cien pesos.
El segundo es el principio de “una sola vez”: que ninguna entidad pública pueda solicitar información al contribuyente que ya esté disponible en otras bases de datos del gobierno, lo que facilita la eficiencia administrativa y ahorra enormes recursos y desperdicio de tiempo a los administrados.
Instituyendo mejoras en los sistemas democráticos, haciendo la vida más sencilla y llevadera a las personas, los liberales tenemos un chance de competir con las falsas promesas populistas. Animémonos a hacer esos cambios.