El entonces presidente Andrés Manuel López Obrador durante su sexenio era muy proclive a recompensar políticamente a sus leales, amistades y cooptar a sus adversarios como él mismo lo manifestaba. Esta práctica también fue muy común en el nombramiento político de embajadores y cónsules generales, en agravio a un especializado Servicio Exterior Mexicano de carrera, forjado durante años y, en menoscabo de la política exterior y los intereses nacionales de México.
México no contó con un jefe de Estado sino con un líder político obcecadamente ideologizado y cautivado por el poder, cuyos intereses políticos, ideológicos y personales con total fracaso también los superpuso hacia el exterior. No se contó con una política exterior de Estado ni interés alguno por ella, mediante el mendaz lema de “la mejor política exterior es la interior”, para no participar en el mundo ni adquirir compromisos internacionales, un mundo que tampoco entendía el presidente.
Tal situación también se reflejó en la propia cancillería mexicana totalmente marginada desde la presidencia en los temas de envergadura, primeramente con un canciller más interesado en su carrera política hacia la presidencia de la República que por la Secretaría de Relaciones Exteriores, lo que motivó que abandonara el barco antes de que concluyera el sexenio, en busca de una candidatura presidencial que nunca llegaría, ya que las cartas siempre estuvieron echadas por el propio presidente en función de la actual mandataria, lo que curiosamente nunca percibió el esperanzado y obsesivo excanciller, sustituido en la cancillería por una nueva y tenue titular para cerrar el sexenio.
Las recompensas políticas en embajadas y consulados demandaron plena lealtad y recogimiento hacia el mandatario mexicano y a su corriente ideológica y política que derivó en la intromisión mexicana en asuntos internos de otros países y en confrontaciones diplomáticas, aislamiento y pérdida de liderazgo. En América los nombramientos de embajadores políticos llegaron a constituir ridículamente hasta el 90 por ciento del total de las embajadas mexicanas en esa región y fuerte presencia en las embajadas emblemáticas de México en Europa, en detrimento de los diplomáticos de carrera.
La presidente mexicana anunció recientemente que habría un paquete de 20 nombramientos de embajadores y cónsules generales, cuya “revisión” habría estado a cargo de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones y no de la cancillería mexicana, que es la que tendría la experiencia necesaria para estos quehaceres, hecho al parecer de baja importancia para la oficina presidencial, entre los que se encontrarían el conductor de televisión afín a la 4T Genaro Lozano, quien asumiría su cargo en Italia; un militar de nombre Luis Rodríguez Bucio, exdirector de la Guardia Nacional, como cónsul general en Dallas; el exgobernador priista de Tlaxcala Marco Mena, quien entregó -destacaron medios- el poder en los comicios de 2021; y del exsecretario general del IMSS, Marcos Bucio, cómo cónsul general en Nueva York.
Hoy todo parecería indicar que la tendencia del compadrazgo y del compromiso político no se disipan, en torno a ya un enfermizo y autoritario poder político mexicano nocivo para el país, y una cancillería nuevamente al margen de la diplomacia y política internacionales y a la atención de los temas álgidos del país y a la dramática debilidad y aislamiento de México en el mundo. Por su importancia y tamaño México debe ocupar una posición activa en el ámbito internacional, realidad lejana en la actual administración.
Tampoco parece existir una estratégica política exterior ajena a las obsesiones ideológicas del expresidente mexicano, cordón umbilical de fuerte arraigo del cual no puede desprenderse la actual presidencia. Un impresionante número de los embajadores nombrados por López Obrador aún continúan en funciones y asidos al cargo, en quebranto de la diplomacia mexicana, pero ese podría ser otro tema para un artículo posterior.