El 2025 será recordado como el año en que los arcoíris desaparecieron de los logos. Durante junio, mes del orgullo LGBT+, muchas marcas decidieron no teñir sus emblemas con los colores del Pride. Para algunas, el silencio fue una estrategia de evasión frente a las tensiones políticas impuestas por la presidencia de Donald Trump. Para otras, un cálculo pragmático: ya no conviene ondear banderas si eso significa arriesgar ventas o enfrentar boicots.
En Estados Unidos, el 61% de las empresas que renunciaron al “branding arcoíris” lo hizo por miedo a la polarización. Pero en México el fenómeno se cuece aparte. Aquí, no fue la ultraderecha quien impuso el repliegue, sino el desencanto de los propios consumidores. Las nuevas generaciones —más críticas, más informadas— dejaron claro que no basta con colgar una bandera si detrás no hay políticas laborales incluyentes, protocolos contra la discriminación o representación real en los espacios de poder.
“No es válido ondear la bandera si no sabes cuántas personas LGBT+ trabajan en tu empresa, cuánto ganan o si han sufrido discriminación”, resumió con acierto José Manuel Montalvo, CEO de la agencia que lleva su nombre. En otras palabras, el marketing con causa ya no es suficiente si no hay causa real detrás del marketing.
El 80% de los consumidores asegura valorar la autenticidad como un factor determinante al momento de comprar. Más aún: el 52% ha cambiado sus hábitos de consumo por los valores que percibe en una marca. En este contexto, el arcoíris por default comienza a parecer tan vacío como cualquier filtro de Instagram: bonito a la vista, irrelevante en lo profundo.
Y hablando de autenticidad…
Pedro Guerrero no pinta para explicar el mundo. Pinta porque lo necesita. Pinta porque el cuerpo le dice cuándo comenzar y cuándo detenerse. En su más reciente exposición, Mapas de lo Invisible, el joven artista oaxaqueño se planta en la Ciudad de México con 21 piezas que, lejos de buscar el concepto, apuestan por la materia, el gesto y la intuición. “Pintura por la pintura misma”, como insiste una y otra vez, sin miedo a incomodar al canon.
En tiempos donde gran parte del arte se sostiene en el discurso, Guerrero recurre a una estética que no busca “molestar” ni “decir algo” necesariamente, sino generar una experiencia sensorial —elegante, según sus propias palabras— que invite al espectador a encontrar sus propios caminos. “Lo invisible”, en este contexto, no es lo oculto, sino todo lo que ha evolucionado y transformado una obra antes de llegar al lienzo. Lo que se percibe, aunque no se vea.
Formado en el Taller de Artes Gráficas Rufino Tamayo y discípulo de maestros como Gilberto Aceves Navarro y Germán Venegas, Guerrero es heredero de una tradición, pero no rehén de ella. Su obra, gestual y vibrante, propone cartografías emocionales que se cruzan como redes neuronales, raíces o constelaciones internas.
Desde la Biblioteca Rosario Castellanos, Mapas de lo Invisible marca no solo su primera muestra individual en la capital, sino también un acto de fe en la pintura como oficio, no como pretexto. Un recordatorio de que, a veces, el arte no está en lo que se dice, sino en lo que se hace. Y que aún hay quienes apuestan por el trazo, el color y la cocina lenta de un cuadro bien hecho.
Quizá haya algo en común entre ese trazo honesto y la nueva exigencia social hacia las marcas: un hartazgo de la pose, del mensaje vacío, del artificio. En un mundo saturado de discursos impostados, el gesto sincero —en el arte o en la empresa— vale más que cualquier bandera. Y lo invisible, por fortuna, sigue teniendo fuerza.