Diciembre insiste en hacernos creer que algo se acomoda. Que los pendientes se archivan, que las cifras se ordenan y que los problemas, como si entendieran de calendarios, aceptan el cierre simbólico del año. Es el mes de los balances, de los informes optimistas, de las frases que comienzan con “avanzamos” y terminan con “seguiremos trabajando”. Un ritual político que se repite con puntualidad, aunque la realidad no siempre acompañe el gesto.
Hay años que no cierran. No porque falten discursos o diagnósticos, sino porque los problemas que los atraviesan no son coyunturales: son estructurales. Y lo estructural no se resuelve con cortes de listón ni con resúmenes de doce meses. Se arrastra, se acumula y, muchas veces, se administra.
La política contemporánea parece haber perfeccionado esa lógica: no solucionar del todo, pero tampoco permitir que el conflicto desborde. Contener, dosificar, narrar. La violencia no desaparece, pero se gestiona; la desigualdad no se corrige, pero se mide; las instituciones no se transforman, pero resisten. El problema no es la ausencia de información, porque sabemos perfectamente qué duele, el error está enla normalización de ese dolor como parte inevitable del paisaje.
Cada cierre de año trae consigo la misma escena: los temas se repiten, los pendientes se heredan y las explicaciones se reciclan. No es que falten diagnósticos, es que sobran excusas sofisticadas para justificar la inercia. Se habla de procesos largos, de contextos complejos, de herencias imposibles de revertir en un solo periodo. Todo es técnicamente cierto, pero políticamente insuficiente.
Mientras tanto, la vida cotidiana no espera. La urgencia social no se toma vacaciones ni entiende de transiciones administrativas. El tiempo de la gente es inmediato: el de la violencia, el de la precariedad, el del acceso desigual a derechos básicos. Sin embargo, el tiempo del poder sigue siendo otro: lento, fragmentado, lleno de pausas estratégicas. Ese desfase no solo genera frustración, también erosiona la confianza.
Hay algo particularmente delicado en cómo hemos aprendido a convivir con lo inaceptable. Aquello que antes indignaba hoy apenas sorprende. La repetición parece anestesiar. Y esa anestesia es cómoda, tanto para quien gobierna como para quien observa. Permite seguir adelante sin hacer demasiadas preguntas incómodas, sin exigir cambios profundos, sin alterar el orden de lo posible.
Pero la estabilidad construida sobre la resignación tiene un costo. No se traduce en paz, sino en cansancio. Una sociedad exhausta que sigue siendo convocada a participar, a creer, a esperar. Como si la esperanza permanente fuera una obligación cívica, incluso cuando el presente no ofrece demasiadas razones para sostenerla.
Cerrar el año, en ese sentido, se vuelve un ejercicio de simulación. No porque no haya avances, si los hay, pero el relato suele exagerar su alcance y minimizar sus límites. Gobernar se convierte más en administrar expectativas que en transformar realidades. Y así, diciembre se transforma en una pausa narrativa antes de comenzar, otra vez, el mismo capítulo.
Tal vez el problema no sea que los años terminen, sino que los problemas nunca lo hagan. Que sigamos empezando el siguiente ciclo con las mismas renuncias normalizadas y los mismos asuntos pendientes, apenas maquillados por un nuevo calendario. Que confundamos continuidad con estabilidad y repetición con gobernabilidad.
El año que no cerró no es una anomalía: es el síntoma de una política que prefiere sostener el equilibrio antes que incomodarlo. Y mientras sigamos aceptando cierres simbólicos como soluciones reales, seguiremos celebrando finales que, en el fondo, nunca llegan.