El Museo cerrado. Los Dioses Antiguos en silencio

12 de Junio de 2025

José Pérez Linares
Abogado y Cronista. Ha publicado en Rumbo de México, Diario DF, El Capitalino.

El Museo cerrado. Los Dioses Antiguos en silencio

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No fue el estruendo de un sismo, ni el furor anaranjado de un incendio lo que cerró las puertas del Museo Nacional de Antropología, del Castillo de Chapultepec o el Templo Mayor. Fue algo más ordinario, más cercano al desaire que a la catástrofe: una falla en la programación de la contratación de un servicio tan elemental como la seguridad y resguardo de los recintos. Los museos, templos donde el alma de la nación halla su espacio, quedaron mudos, sus puertas cerradas, ante la mirada incrédula de visitantes, turistas, estudiantes y la palpable desazón de las instituciones culturales.

Se le preguntó a la secretaria de Cultura, Claudia Curiel: —¿Qué va a pasar con los museos? —¡Abrirlos! —respondió con energía. —¿Cuándo? —insistieron los reporteros. —¡Ya! —reviró.

La funcionaria se desenvuelve con soltura, se le ve en el Cine Tonalá, en la Librería Rosario Castellanos; conoce y es conocida en los círculos culturales. Su linaje es una prueba innegable. En su biografía, la cultura no es un accidente, sino destino.

Sin embargo, fue bajo su gestión que se dio el tropiezo administrativo que detonó el cierre de esos recintos, un incidente que tocó fibras sensibles de la identidad nacional. La suspensión de un servicio público tan esencial hirió la imagen del país en un momento de especial brillo: justo cuando la Fundación Princesa de Asturias anunciaba el otorgamiento del Premio de la Concordia 2025 al Museo Nacional de Antropología. La noticia de tal distinción llegó, paradójicamente, a sus puertas cerradas, en una suerte de ironía histórica.

Custodiar nuestro legado no ha sido sencillo, ni exento de violencia. Durante la Conquista y la Colonia, los templos fueron devastados, víctimas de la ignorancia y del miedo. Se sospechaba que cualquier vestigio podía ser el germen de una rebelión. Se destruían pirámides y piezas de arte o religión con la misma saña con que se ejecutaba a los vencidos: para impedir todo renacimiento, para borrar de la memoria colectiva el poder de lo que fue.

Con el advenimiento de la independencia nacional se abrió paso la voluntad de preservar el patrimonio cultural. En 1825, Lucas Alamán fundó el Museo Nacional, imbuido de un espíritu ilustrado, pero arraigado en los ahuehuetes de Chapultepec, donde antaño paseaban los tlatoanis. Aquel museo, establecido en la antigua Casa de la Moneda, fue un espejo donde la joven Nación intentó reconocerse. Su acervo no era una mera colección de objetos; era una declaración política: México posee una historia milenaria y estaba dispuesto a protegerla para erigir su futuro.

Al tiempo, el nacionalismo revolucionario rescató y consagró el pasado indígena, elevándolo al centro del relato nacional. Ya no se trataba de exhibir ídolos, sino de exaltarlos como símbolos de una estirpe gloriosa y fundacional. La piedra tallada dejó de ser una reliquia arqueológica para transfigurarse en institución cívica. Así se moldeó al nuevo ciudadano, orgulloso de sus raíces prehispánicas.

El proyecto alcanzó su cenit en 1964, con la inauguración del Museo Nacional de Antropología por el presidente Adolfo López Mateos. Obra cumbre del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, se erigió como emblema del México moderno, un monumento a la identidad. Su arquitectura se rindió por completo al contenido: el gran “paraguas” del patio central no impone su presencia, sino que protege con gracia majestuosa. La disposición de las salas, el estanque frente a la sala Mexica: todo fue concebido como una geografía simbólica, un recorrido por el tiempo y el espíritu. Tláloc, traído desde Coatlinchán, dejó de ser deidad para volverse emblema nacional.

Hoy, ese recinto —que ha dialogado con generaciones en lenguas muertas y formas eternas, revelando los secretos del pasado— es reconocido con uno de los galardones culturales más prestigiosos a nivel internacional. Y, sin embargo, estaba cerrado por un descuido administrativo, una falla que parece pequeña, pero resuena profundamente. El abandono, en ocasiones, comienza con los descuidos más insignificantes.

El nacionalismo revolucionario respondió colocando el pasado prehispánico en un recinto monumental imponente, un faro de identidad. Ahora, le corresponde al Humanismo Mexicano —la nueva etapa ideológica del país-- declarar su vocación, porque en el cuidado de nuestros museos no solo se custodian objetos, sino el alma misma de la Nación.