Cuando Joaquín Díaz Mena ganó la gubernatura de Yucatán en junio de 2024, lo hizo con un mandato mayoritario y claro. Detrás de esa elección histórica, lo que había era la esperanza de un pueblo que vivía una realidad profunda, incómoda y silenciada: Yucatán era —y en buena medida aún es— un estado atravesado por una desigualdad estructural que nunca fue suficientemente reconocida en los últimos años. Un estado con estabilidad institucional, sí; con seguridad pública por encima del promedio nacional, también; pero con más del 50% de su población viviendo en pobreza, vulnerabilidad o con carencias sociales.
Durante años, la narrativa oficial se concentró en indicadores positivos: encuestas de aprobación, crecimiento del turismo, expansión inmobiliaria. Pero se evitaba hablar de lo fundamental: que en pleno siglo XXI, cientos de miles de yucatecos seguían sin acceso a agua potable, viviendo en viviendas precarias, sin conexión al sistema de salud o sin la posibilidad mínima de un ingreso que les permitiera cubrir la canasta alimentaria.
Los datos son elocuentes. Según datos publicados por el CONEVAL e INEGI, entre 2002 y 2024, el 40.8 % de la población yucateca vivía en condiciones de pobreza, y otro 33.3 % era vulnerable por carencias sociales. En otras palabras, el 74 % del estado enfrentaba algún tipo de exclusión estructural –siete de cada diez yucatecas y yucatecos.
Pero el dato más revelador es que el 55 % de la población, tanto urbana como rural, sufría al menos una carencia fundamental: acceso limitado a salud, vivienda digna, alimentación suficiente, servicios básicos o educación. De ellos, más de 160 mil personas —el 6.7 % del total— vivían en pobreza extrema multidimensional: con tres o más carencias sociales críticas y un ingreso inferior al mínimo alimentario. En decenas de municipios, el Estado estaba ausente en los hechos, aunque presente en el discurso. Se mantenía una política de bajo impacto, altamente fragmentada, con criterios de asignación que premiaban la centralidad y castigaban la periferia. Yucatán no era un estado pobre en el sentido clásico. Era —y sigue siendo— un estado profundamente desigual. Y esa desigualdad estaba normalizada, invisibilizada y, en muchos casos, negada.
Por esto, la victoria de Joaquín Díaz Mena no fue solo un triunfo político, fue la expresión de una demanda social largamente contenida. Millones de yucatecos votaron no solo por un candidato, sino contra un modelo de desarrollo excluyente que nunca los consideró protagonistas. El resultado fue un mensaje: el interior del estado no quería solo que se le escuchara. Quería que se le gobernara con seriedad, con respeto y con presencia.
El Gobernador Joaquín Díaz Mena llegó al gobierno con un planteamiento profundamente territorial. Su diagnóstico fue claro: si no se transforma la vida cotidiana de quienes han sido sistemáticamente excluidos, no hay desarrollo posible. Y por eso, su plan de gobierno no fue una continuación: fue una ruptura enfocada en el territorio.
No es casualidad que, a un año de su triunfo, haya elegido conmemorar esa fecha no con actos oficiales en la capital, sino con una gira de muchos días por todo el estado. Porque esa ha sido, desde el inicio, la constante de su administración: un ejercicio de gobierno en movimiento, de contacto directo, de presencia institucional. Gobernar desde el territorio, no desde el escritorio.
No solo se gobierna en movimiento, sino que con una ruta muy clara, el Renacimiento Maya, que si se implementa con la profundidad que propone, en Yucatán se puede revertir la pobreza estructural y convertirse en el primer estado del país en erradicar la pobreza extrema como fenómeno persistente. No se trata solo de mejorar estadísticas, sino de transformar condiciones de vida reales: acceso universal a vivienda digna, servicios básicos, salud comunitaria y oportunidades productivas. No es un objetivo idealista, es una meta técnicamente viable si se sostiene el enfoque territorial, el financiamiento estructural y la voluntad política.
Y lo más importante: lo que puede lograrse no es solo económico ni social. Es político. Es reconciliar a Yucatán consigo misma. Es cerrar el abismo entre el desarrollo que se anuncia y el que se vive. Es construir una nueva narrativa, no basada en el marketing, sino en la inclusión real.
El Renacimiento Maya plantea un cambio de época. No porque prometa milagros, sino porque ofrece dirección. Su valor radica en el giro conceptual que introduce: gobernar para integrar, invertir para redistribuir, planear con base en el territorio y no en la comodidad política. Es la primera vez en décadas que se intenta una política de desarrollo regional desde el reconocimiento de las desigualdades estructurales, y no desde la negación de las mismas. Si el Renacimiento Maya logra consolidarse como una política de Estado, no solo cambiará la vida de miles de familias. Cambiará la idea misma de lo que significa gobernar en Yucatán. Convertirá al estado no en un escaparate de cifras, sino en una realidad de inclusión, de sostenibilidad y de equidad. Y entonces sí, podremos decir que Yucatán dejó de administrar la desigualdad y comenzó a superarla.
Esa es la verdadera ambición. Y ese es el desafío que plantea el futuro.