La ciudad despierta con un frío discreto, apenas suficiente para que el aire se haga sentir al respirar. En una plaza comercial de Polanco, la nieve artificial cae desde la azotea con puntualidad ensayada. No cae: flota. Los niños estiran las manos con fe instantánea; los adultos observan, como si miraran una presencia ajena. La espuma se deshace antes de tocar el suelo. No hay engaño: hay escenografía. Los villancicos alternan en inglés y español, limpios, intercambiables. Es diciembre y la Navidad apareció temprano, como si alguien hubiera decidido adelantarla para que durara más el deseo… y el consumo.
Ese ambiente blanco efímero abre otro tiempo. No una postal, sino una memoria. Otra nieve, menos espectacular, más doméstica: la que se improvisaba con papel escarchado en las vitrinas de la calle 20 de Noviembre, cuando el Centro Histórico concentraba la vida comercial. La Navidad llegaba de otra manera. Tenía la forma de un sobrecito de papel manila donde el jefe de familia guardaba su aguinaldo. Lo doblaba con cuidado, como si doblara el año. Lo guardaba con pudor. No era abundancia: era orden. El dinero tenía un límite visible. Y dentro de ese límite cabía todo.
Las familias salían a hacer las compras. Caminar era parte del ritual. La ciudad se recorría paseando, sentías el frío en la bufanda de lana. El centro olía a lana nueva, a cartón recién abierto, a madera barnizada. Los vendedores decían “señito” y “patrón” como si esas palabras sellaran un pacto. Bajo las luces amarillas del Zócalo, las Nochebuenas metálicas parpadeaban sin estridencia. El recorrido seguía por Madero. Los maniquíes ofrecían abrigos que parecían promesas de una vida mejor. El Sanborns de los Azulejos era un lujo medido: una pausa en la marcha, una bebida caliente en taza pesada, y siempre, una frase dicha en voz baja sobre la esperanza de que el próximo año sería mejor.
No había exceso, pero había sentido. Un regalo como un suéter inauguraba el calendario; los zapatos Canadá eran un premio al rigor. El reloj Haste que el padre llevaba en la muñeca no marcaba solo la hora: marcaba la constancia de quien estira el aguinaldo en la mesa de la cocina, sacrificando lo propio para que el límite no se notara. Su peso era frío sobre el hueso; una dignidad ganada al cansancio. La infancia aprendía el futuro con un juguete envuelto en papel corrugado, que se rasgaba al abrirse, sostenido con ambas manos. México se modernizaba y había que aprender inglés. Algunos lo intentaban con diccionarios mínimos; otros con cursos anunciados en la sección amarilla. El mundo se intuía grande, pero todavía alcanzable.
La ciudad cabía en unas cuantas cuadras. Pasaban tranvías frente a Palacio Nacional. Los autos tocaban el claxon como si anunciaran el cierre del año. Las vitrinas imitaban modelos norteamericanos, pero la Navidad seguía siendo doméstica: ponche de caña, guayaba y canela; el vapor de las tazas empañaba los lentes y quemaba la garganta.
Y un diciembre, sin que nadie lo notara, el sobrecito ya no llegó; apareció una laminilla de plástico con los colores de un banco. Luego vino la transformación: el sobre dejó de existir. Llegó la Mastercard, el crédito, los meses sin intereses y, con los años, el Buen Fin. El límite desapareció. Ya no se camina: se desliza un dedo sobre una pantalla. El aguinaldo ya no se guarda: se adelanta desde noviembre. El deseo no espera a diciembre; se activa todo el año. Cada compra dejó de ser recuerdo para convertirse en un dato del estado de cuenta. La Navidad cambió, dejó de cerrar el ciclo del año.
Antes, el dinero obligaba a elegir. Hoy, el crédito permite consumir sin renunciar ni postergar. Aquellas Navidades estaban orientadas a lo necesario, a compartir. Éstas celebran la acumulación, la prisa, la soledad del mercado digital. La plaza comercial ofrece nieve artificial pero ya no ofrece pausa para la convivencia familiar.
A veces, entre paquetes que llegan a domicilio, uno busca. No un objeto, sino el brillo de unas luces que no iluminen compras, sino el camino de regreso. Perdura la esperanza de que diciembre siga ahí, escondido en aquel sobrecito de papel manila que ya nadie usa. La ciudad supo celebrar cuando el deseo tenía forma, peso y final. Cuando bastaba salir juntos a caminar y terminar la tarde fría en familia, tomando un chocolate en los Churros del Moro de la vieja calle de San Juan de Letrán.