La extorsión y el punto ciego del Estado

16 de Diciembre de 2025

Julieta Mendoza
Julieta Mendoza
Profesional en comunicación con más de 20 años de experiencia. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y tiene dos maestrías en Comunicación Política y Pública y en Educación Sistémica. Ha trabajado como conductora, redactora, reportera y comentarista en medios como el Senado de la República y la Secretaría de Educación Pública. Durante 17 años, condujo el noticiero “Antena Radio” en el IMER. Actualmente, también enseña en la Universidad Panamericana y ofrece asesoría en voz e imagen a diversos profesionales.

La extorsión y el punto ciego del Estado

Julieta Mendoza - columna

La extorsión es el delito que mejor revela las fisuras del Estado mexicano. No es el más visible ni el más mediático, pero sí el que con mayor precisión mide la capacidad real de la autoridad para gobernar el territorio. Por eso, el Acuerdo Nacional contra la Extorsión no puede leerse como una política más de seguridad, sino como un intento por intervenir en uno de los puntos ciegos más persistentes del poder público.

De acuerdo con cifras oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la extorsión ha mantenido una tendencia sostenida al alza durante los últimos años, incluso en periodos donde otros delitos de alto impacto muestran reducciones. El dato es revelador: mientras los homicidios concentran la atención pública, la extorsión avanza de forma silenciosa, normalizada y, en muchos casos, invisibilizada por el miedo a denunciar. Se estima que una proporción mínima de los casos llega a una carpeta de investigación, lo que convierte a este delito en uno de los más subregistrados del país.

La razón es estructural. La extorsión no depende únicamente de la violencia armada; depende del control social. Funciona donde hay debilidad institucional, economías locales frágiles y autoridades incapaces de garantizar protección. Es un delito de proximidad: ocurre en el mercado, en la obra, en el transporte público, en la llamada telefónica que se repite cada semana. No necesita grandes despliegues criminales, solo la certeza de que la víctima está sola.

En ese contexto, el Acuerdo Nacional impulsado por el gobierno federal representa un reconocimiento político de fondo: el Estado ha perdido presencia efectiva en lo cotidiano. El llamado de la presidenta Claudia Sheinbaum a reducir la extorsión en un año no es menor. Coloca el problema en el centro de la agenda y, sobre todo, traslada la presión a los gobiernos estatales y municipales, donde este delito se reproduce con mayor facilidad.

El endurecimiento de penas —que ahora pueden alcanzar hasta 42 años de prisión— busca recuperar el efecto disuasivo de la ley. Sin embargo, la experiencia mexicana demuestra que la severidad penal, por sí sola, no modifica conductas criminales si no va acompañada de investigación sólida y sentencias firmes. El problema no ha sido la falta de castigo en el papel, sino la escasa probabilidad de que ese castigo se concrete.

Uno de los elementos más relevantes del acuerdo es el énfasis en la inteligencia financiera. La extorsión es, ante todo, un negocio. Se sostiene por flujos constantes de dinero que financian otras actividades delictivas. En ese sentido, detenciones como la de Edgar N, alias “El Limones”, en la región de la Laguna, señalado como operador financiero de redes de extorsión, marcan un giro estratégico: atacar las estructuras económicas, no solo a los ejecutores visibles. Golpear el dinero no erradica el delito, pero sí altera su capacidad de operación y expansión.

No obstante, el mayor desafío del acuerdo no está en los operativos ni en las capturas, sino en la denuncia. Mientras denunciar una extorsión siga implicando riesgo, exposición o desconfianza hacia la autoridad, el delito conservará su ventaja. El éxito de la estrategia dependerá de la capacidad del Estado para garantizar anonimato, protección y seguimiento real a las víctimas. Sin ese componente, cualquier política será incompleta.

La extorsión también tiene un impacto económico subestimado. Afecta principalmente a pequeños y medianos negocios, distorsiona precios, fomenta la informalidad y expulsa inversiones locales. Es un impuesto criminal que no aparece en los presupuestos, pero que erosiona el desarrollo regional. Combatirla no es solo una tarea de seguridad, sino una condición para la gobernabilidad económica.

El Acuerdo Nacional contra la Extorsión es, en el fondo, una prueba de coherencia estatal. Exige coordinación interinstitucional, voluntad política sostenida y resultados medibles más allá de comunicados. Si fracasa, reforzará la percepción de un Estado incapaz de proteger lo básico. Si avanza, aunque sea de manera gradual, podría marcar un punto de inflexión en la relación entre autoridad y ciudadanía.

La extorsión no se combate desde el discurso, sino desde la recuperación de la vida cotidiana. Ahí donde hoy manda el miedo, el Estado se está jugando algo más que una estrategia: se está jugando la confianza social.