La marcha y el otro contingente

20 de Noviembre de 2025

José Pérez Linares
José Pérez Linares
Abogado y Cronista. Ha publicado en Rumbo de México, Diario DF, El Capitalino.

La marcha y el otro contingente

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José Pérez Linares

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Foto: EjeCentral

Hay días en que una ciudad despierta como si hubiera soñado algo que aún no se atreve a nombrar. El 15 de noviembre, la Ciudad de México abrió los ojos con esa inquietud eléctrica: una vibración baja, como si el pavimento respirara por debajo. El aire todavía guardaba rastros de cempasúchil apagado y de altares que se negaban a desarmarse, pero ese aroma dulce no lograba disimular otro más hondo: el del silencio acumulado, un silencio que había crecido tanto que ya no cabía en la garganta colectiva. Ese día los jóvenes convocaron, pero los que respondieron a la convocatoria fue algo mayor: una gran parte del país que ya no quiere vivir encogido por el miedo.

El disparo que había detonado la jornada seguía resonando. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, en plena luz, frente a todos, sin misterio posible. La balacera no solo mató a un funcionario: mató la ilusión de que aún existían zonas a salvo, espacios donde la violencia no alcanza. Fue un mensaje directo.

Por eso la marcha arrancó temprano, como empiezan las cosas inevitables. No era festiva ni ruidosa: era un duelo que caminaba. Había médicos con las batas dobladas, estudiantes con mochilas pesadas, madres meciendo bebés ajenos al temblor del ambiente, campesinos con sombrero y listón negro. Cada uno traía su fractura, pero todas desembocaban en la misma herida: el país.

Cuando el contingente avanzaba en Reforma, el aire cambió de textura. Los carteles eran de plumón escolar; las banderas de México ondeaban con cansancio; había fotos de Carlos Manzo, pañuelos morados, moños de luto. Y, sobre todo, la bandera pirata de One Piece, elevada por la Generación Z como un manifiesto improbable: seguimos queriendo un futuro.

Los murmullos rebotaban en un eco común:

—No quiero que mis hijos se acostumbren a esto.
—Antes se podía caminar de noche…
—Mándale ubicación.

El avance tenía disciplina. En medio apareció un bloque de Uruapan empujando una silla de ruedas. Ahí iba la abuela de Carlos Manzo, pequeña, agarrando el reposabrazos como si sostuviera algo más grande que su propio peso. Su paso generó un silencio propio. Cuando unos encapuchados intentaron mezclarse, los manifestantes los frenaron: “Descúbrete el rostro o retírate”. Ese día la dignidad se defendió desde abajo.

Cerca del Zócalo, la atmósfera se tensó. Vallas metálicas bloqueaban calles; solo había una entrada abierta. En la plancha ya estaba otro contingente enfrentándose con la policía: unos cantando el himno, otros lanzando piedras. El gas lacrimógeno ardía en la garganta y nublaba la vista. Muchos se dispersaron; por eso el Zócalo nunca se llenó del todo. Otros quedaron atrapados en las laterales, mirando una escena que no era la suya.

Entre la confusión, una jovencita quedó sentada en una banqueta, tenía la frente abierta, la sangre bajando en un hilo. Se limpiaba con un pañuelo húmedo, sin saber si lloraba por dolor, el gas o la impotencia. Alguien le preguntó por qué se exponía. Ella respondió sin dramatismo:

—Porque ya no se puede vivir así. En la colonia nos cobran derecho de piso. Y nadie hace nada…

Luego añadió la frase que se volvió la médula de la marcha:

“No podemos planear un futuro si no sabemos si vamos a llegar a casa.”
No era un grito. Era un diagnóstico. La radiografía de una generación que creció compartiendo ubicación, celebrando el “ya llegué”, caminando con las llaves entre los dedos.

La movilización se replicó en 52 ciudades confirmadas, Monterrey, Guadalajara, Puebla, Tijuana, Mérida y en ciudades más pequeñas que jamás habían marchado por seguridad. Medios extranjeros cubrieron el fenómeno como una anomalía luminosa: jóvenes mexicanos exigiendo el derecho más básico del mundo moderno.

Al final, quedaron papeles húmedos y carteles rotos sobre las banquetas. Pero también quedó otra cosa: una electricidad fina en el aire, una respiración distinta que anunciaba que algo se había movido, aunque aún no sepamos su nombre.

Quizá patria —hoy— no sea un territorio ni un discurso. Quizá patria sea esto: un lugar donde vivir deje de ser un acto de resistencia. Ese día miles caminaron para recordarlo. Y para recordarnos que, en México, el futuro no se hereda: se marcha por él.