A un año de haber ganado la gubernatura, Margarita González Saravia ha demostrado que el cambio prometido en Morelos fue solo una ilusión.
Su administración, lejos de marcar un nuevo rumbo, ha reproducido —con una fidelidad escalofriante— los mismos errores, omisiones y complicidades que caracterizaron al gobierno de Cuauhtémoc Blanco Bravo. El resultado: una ciudadanía frustrada, colérica y atrapada en un estado que parece haber sido entregado al crimen organizado.
La violencia en Morelos no se detiene. No hay semana, ni siquiera día, que no esté marcada por asesinatos, secuestros, extorsiones o desapariciones. Mientras tanto, el gobierno estatal permanece inmóvil, atrapado en la mediocridad y la inacción. No hay estrategia, no hay liderazgo, no hay resultados. Lo que sí hay es miedo, impunidad y funcionarios que representan más un lastre que una solución.
El secretario de Seguridad Pública, Miguel Ángel Urrutia Lozano, ha demostrado ser incapaz de contener la violencia que se extiende por todos los municipios.
Su papel ha sido irrelevante, por decir lo menos, en un estado que clama por orden y justicia. Del fiscal general, Edgar Maldonado Ceballos, los morelenses apenas recuerdan algo más que el escándalo de su designación; su gestión ha sido opaca, ausente y cómplice del silencio institucional frente al horror cotidiano.
Y es que Morelos no sólo sufre de violencia, sufre de abandono institucional. La omisión de González Saravia ante el clamor de la ciudadanía no es pasividad, es negligencia. Este lunes, a plena luz del día, un presunto líder criminal fue ejecutado sin que hubiera una sola reacción eficiente del estado. No hay operativos, no hay respuestas, no hay control. Solo cadáveres y comunicados vacíos.
La situación ha llegado al punto de que el propio obispo de Cuernavaca, Ramón Castro Castro, alzó la voz durante una marcha por la paz, denunciando que el crimen organizado no solo está presente en las calles, sino que ha penetrado las estructuras del gobierno. Las palabras del obispo son un reflejo fiel de la desesperación colectiva, pero también una acusación directa a la falta de compromiso de las autoridades.
Las cifras y los casos estremecen. En Temixco, tres días consecutivos de violencia dejaron cuatro personas muertas. En otro hecho violento, el vocalista del grupo Conquistadores de la Sierra fue asesinado durante un concierto. Y lo que quizá golpeó con mayor fuerza la conciencia del estado: el asesinato de Sara Olivia Rendón Parra, abogada de la Defensoría Pública e hija de una alta funcionaria del Centro de Justicia para las Mujeres.
¿Qué más tiene que pasar para que la gobernadora actúe? ¿Cuántos muertos más se necesitan para entender que la estrategia falló desde el primer día? Mientras la violencia se normaliza y la ciudadanía se protege como puede, la administración de Margarita González Saravia no ha logrado articular ni un solo tema sólido de gobierno. No hay rumbo, ni discurso, ni gestión efectiva. Sólo el eco de una frase que cada vez retumba con más fuerza en las calles: “Esto ya lo vivimos con Cuauhtémoc Blanco”.
Ante este escenario, incluso la iniciativa privada ha alzado la voz. Armando Núñez Iragorri, presidente de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción en Morelos, ha pedido al gobierno federal que intervenga. Porque, aunque suene brutal, Morelos se ha convertido en un estado sin gobierno, sin control y sin esperanza.
La historia juzgará, pero los ciudadanos ya están hartos. Hoy Morelos no está gobernado, está abandonado. Y el crimen organizado no solo lo sabe… lo aprovecha.
Mientras los morelenses entierran a sus muertos, la gobernadora se pierde entre excusas, discursos huecos y una vergonzosa falta de autoridad. Si Margarita González Saravia no puede —o no quiere— enfrentar al crimen, que tenga la dignidad de reconocerlo. Porque cada día que se aferra al poder sin ejercerlo, se convierte en cómplice del terror que azota a su pueblo.
Morelos no necesita una gobernadora decorativa. Necesita una líder valiente, presente, y comprometida con su gente. Y si no la tiene… que el pueblo se lo cobre como lo dicta la historia: con memoria, con dignidad y con coraje.
En Cortito: Nos cuentan que una figura política comienza a sobresalir no por escándalos, omisiones o pactos con el silencio, sino por su compromiso firme, su vocación de servicio y el respeto que se ha ganado dentro y fuera del país: José Luis Urióstegui Salgado, alcalde de Cuernavaca.
El presidente municipal de Cuernavaca ha logrado construir un liderazgo basado en resultados, en cercanía con la gente y en un valor que escasea en la política actual: la integridad.
La más reciente muestra de este reconocimiento internacional llegó desde Bogotá, Colombia. El Congreso de la República de ese país le entregó a Urióstegui Salgado la Orden del Congreso en el Grado de Caballero, una de sus más altas condecoraciones, en honor a su trayectoria como servidor público, defensor de los derechos humanos y promotor de la democracia.
No se trata de una medalla más. Este galardón, avalado por el presidente del Congreso colombiano, Efraín Cepeda Sarabia, fue entregado en el marco de una jornada internacional que no premia a políticos de escritorio, sino a verdaderos líderes latinoamericanos que han dejado huella en sus comunidades. Y José Luis Urióstegui fue uno de ellos.
Su mensaje, acompañado de su esposa y aliada en el servicio social, Luz María Zagal Guzmán, presidenta del DIF Cuernavaca, fue claro y poderoso: “Este reconocimiento no es personal, es para todos aquellos gobiernos municipales que creen en transformar la vida de las personas desde lo local, desde lo humano”.
Urióstegui no ha necesitado reflectores artificiales ni redes compradas para posicionarse. Lo ha hecho con trabajo, con honestidad y con resultados. Mientras otros eluden responsabilidades, él las asume. Mientras el estado se hunde en la inacción, Cuernavaca avanza —a paso firme, aunque silencioso— hacia una gestión con rumbo y visión.