1ER. TIEMPO: El espejismo del poder. El poder desnuda a quien lo ejerce. En el caso de Rocío Nahle, lo que ha quedado expuesto en Veracruz, no es la capacidad técnica ni el talento político que presumía desde su paso por la Secretaría de Energía, sino una mezcla de soberbia, improvisación y desconexión con la realidad. ¿Algo nuevo en el horizonte? En octubre de 2021, en el programa Tercer Grado, Denise Maerkerle preguntó sobre la manipulación de datos por parte del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. La entonces secretaria dijo que no era así. Punto. Ninguna explicación. Y cuando se le dijo que el control del sector eléctrico mediante su reforma no era un ordenamiento del mercado, como justificaba, sino un mecanismo de control político respondió que ella opinaba otra cosa. Como los famosos “yo tengo otros datos”, escondió su incapacidad dialéctica en la salida fácil. Impune siempre. Nadie le cobró que la construcción de la refinería de Dos Bocas costara casi tres veces lo que presupuestó, ni que, hasta la fecha, su producción, la que iba a hacer a México para estas fechas autosuficiente en materia energética, no pase de volúmenes raquíticos. Pero ese blindaje político lo horadan los desastres naturales, como las recientes lluvias, cuya cortina de agua la desnudó. Veracruz vive hoy bajo un gobierno que prometió eficiencia y terminó ofreciendo propaganda; que habló de honestidad y se rodeó de operadores de vieja escuela; que juró transformar, pero ha terminado administrando el desastre. Desde que asumió la gubernatura, Nahle ha intentado construir un relato épico de sí misma: la ingeniera austera, la mujer de convicciones, la continuadora del proyecto lopezobradorista. Pero la narrativa se ha ido desmoronando con la rapidez con que caen los puentes mal construidos en su estado. La gestión pública se ha vuelto un campo de lealtades personales, favores políticos y decisiones erráticas. Veracruz, con todo su potencial, parece detenido en un pantano burocrático del que la mandataria no sabe —o no quiere— salir. El episodio más reciente, la crisis por las lluvias y los desbordamientos en varias regiones del estado, fue una radiografía de su incapacidad. Mientras comunidades enteras quedaban incomunicadas y los damnificados pedían auxilio, la respuesta del gobierno fue tardía y desorganizada. Los reportes de Protección Civil se filtraron sin coordinación; la comunicación oficial, más pendiente de las redes que de los refugios; y la gobernadora, fiel a la estrategia del discurso vacío, repitió la fórmula del “estamos atendiendo”, molestándose por los cuestionamientos de la prensa. No tiene la habilidad política ni el carisma para suavizar su autoritarismo, y la relación con sus interlocutores se ha vuelto ríspida. Gobernar, para ella, parece un acto de control, no de consenso. Nahle creyó que Veracruz sería su plataforma hacia un futuro más alto, pero hoy, el escenario es otro: un estado fracturado, una opinión pública desencantada y una figura política que empieza a naufragar bajo el peso de su propia soberbia.
2DO. TIEMPO: Gobernar contra todos. Las giras que ha realizado la presidenta Claudia Sheinbaum por Veracruz para ver personalmente la magnitud de la tragedia que causaron las fuertes lluvias en el estado, han ido acompañadas por gritos e insultos que la tocan junto con la gobernadora Rocío Nahle. Le pegan a Sheinbaum, pero como ella y todos sabemos, la destinataria real es Nahle. Las tormentas han puesto en entredicho a la gobernadora y exacerbado las contradicciones que creo su forma de gobernar, como si fuera una prolongación de su oficina en Dos Bocas: con disciplina déspota, temperamento de jefa malhumorada, y la convicción de que la obediencia es más importante que la competencia. Pero la realidad política veracruzana, compleja y tribal, no se deja someter con órdenes ni discursos. Y eso, poco a poco, ha ido fracturando a Morena desde dentro. Lo que ocurre en Veracruz es una guerra silenciosa por el control del poder. Nahle, recién llegada al Palacio de Gobierno, quiso borrar las lealtades heredadas de Cuitláhuac García -un gobernador débil, pero con respaldo total del expresidente Andrés Manuel López Obrador y operadores fieles-, y colocar a su propia estructura, formada en el entorno energético y político del obradorismo nacional. El choque fue inmediato. Los cuitlahuistas, que durante seis años tejieron redes locales de control, se resisten todavía a ser desplazados. Los nahlistas llegaron con la arrogancia de quien se siente respaldado por Palacio Nacional. El resultado ha sido un gobierno partido en dos. Los alcaldes de Morena, muchos de ellos electos bajo la sombra de López Obrador y García, se quejan de marginación y falta de recursos. Los diputados locales mencionan discretamente la cerrazón del equipo de la gobernadora. Los viejos operadores que le sirvieron a López Obrador en la campaña de 2018 observan con desconcierto cómo Nahle ha convertido el partido en un espacio cerrado, dominado por leales sin trayectoria política, pero con chequera abierta. A ello se suma una fractura más profunda: la del morenismo veracruzano que se siente desplazado por lo que llaman “los técnicos de Dos Bocas”. La gobernadora importó un grupo de colaboradores de perfil tecnocrático, ajenos a la política local, que quieren administrar el estado con la lógica de un proyecto industrial, que ha motivado ironías a sus espaldas con una frase: “Veracruz no es una refinería”. La resistencia no viene solo de dentro del partido. Expriistas y yunistas reciclados en Morena han comenzado a tender puentes con sectores empresariales y con legisladores federales inconformes. Saben que el desgaste de Nahle puede convertirse en su oportunidad. Las lluvias galvanizaron ese descontento silencioso, propiciando una discusión sobre el “postnahlismo”, y aumentaron la incomodidad por la forma como Nahle ha centralizado el poder, sin dar resultados visibles. Nahle ha confundido el control con el liderazgo, pero las cosas se pusieron peor con las lluvias: ni liderazgo, ni control.
3ER. TIEMPO: El quiebre de la gobernadora. A diferencia de otros gobernadores morenistas que se alinean con la presidenta Claudia Sheinbaum para mantener la calma política, Rocío Nahle parece moverse por libre. La imagen de disciplina que intenta proyectar contrasta con la percepción de aislamiento que se respira entre sus propios aliados. La fractura interna de Morena en Veracruz es, en el fondo, un reflejo de su estilo de gobierno: autoritario, excluyente, y sostenido por una red de lealtades personales más que por una visión de Estado. Nahle ha seguido el camino de su mentor, el expresidente Andrés Manuel López Obrador, que ha buscado gobernar con más cálculo político que acción pública, mediante el uso y abuso de una estrategia mediática. Nahle ha invertido recursos considerables en controlar la narrativa pública, mediante convenios con medios locales -a quienes premia y castiga-, campañas digitales y una batería de “voceros” en redes sociales que atacan a críticos y amplifican los logros oficiales, reales o ficticios. Las redes sociales del gobierno estatal funcionan como un ministerio de propaganda, muy característico del régimen obradorista: exaltan la figura de la gobernadora, ridiculizan a sus adversarios y manipulan las cifras de inversión o ayuda social. La prioridad no es informar, sino proteger la imagen. Detrás de esta estructura hay una lógica clara: perpetuar el control político. Sin embargo, en política, el control absoluto es una ilusión. Nahle sabe que su legitimidad electoral es débil, producto de una candidatura cuestionada y de un proceso interno en el que la intervención del aparato federal fue determinante para que ganara en ese estado que tenía perdido. Por eso, cada decisión de su gobierno tiene un trasfondo de cálculo. Las obras no buscan resolver problemas estructurales, sino consolidar alianzas. Los programas sociales no se diseñan para reducir la pobreza, sino para asegurar votos. El problema de este modelo es que, como toda red basada en el clientelismo y el control, se desgasta rápido. Y, además, está sujeto a los vaivenes en el estado de ánimo de la gente. Esto ha quedado claro en la reacción de los veracruzanos por la mala gestión de la gobernadora en la crisis por las lluvias, donde la compra de voto no apagó las críticas. Este momento coyuntural, si continúa administrándola tan mal como hasta ahora, puede ser su momento de quiebre. Su gobierno enfrenta críticas por corrupción, opacidad y favoritismo. Los empresarios locales, marginados de los contratos, se quejan en voz baja. Los alcaldes de Morena reclaman recursos que nunca llegan. Y en los pasillos del poder, algunos colaboradores empiezan a marcar distancia, temerosos de cargar con el costo político de los errores que se acumulan. Veracruz no está gobernado, está administrado para beneficio de unos cuantos, reproduciendo las viejas prácticas del uso del poder para proteger aliados, castigar críticos y asegurar la supervivencia política. El espejismo se desvanece. Y cuando el poder se sostiene solo con propaganda, basta una tormenta, como la que todavía arroja secuelas trágicas, para dejar al descubierto lo que realmente hay debajo: una red de intereses, no un proyecto de Estado.
X: @rivapa_oficial