Un sentimiento de desconcierto y desánimo se expande alrededor del mundo. No se trata solamente de un proceso de desaceleración de la economía y de la escasez de oportunidades de trabajo, o de reacomodos geopolíticos que trastocan las democracias de Occidente y facilitan la instalación de gobiernos autoritarios, sino también de un hartazgo y repudio al desorden, a la corrupción, a la revolución ideológica que ha impuesto una corriente socialista diseñadora de la Agenda 2030, y al significativo cambio conductual que han generado las redes sociales, que impactan negativamente en la salud mental, individual o colectiva.
Es en ese contexto que se viene gestando, de manera rápidamente creciente, un movimiento de cambio encabezado por la llamada “Generación Z”, que hoy encuentra en las plataformas tecnológicas un veloz y eficiente mecanismo de comunicación y organización masiva, capaz de asestar un golpe al status quo tan certero como aquel que culminó en la Plaza de las Tres Culturas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, y tras el surgimiento de grupos liberales que repudiaron la guerra de Vietnam, en París nació un movimiento estudiantil en el mes de mayo de 1968, que protagonizó protestas masivas a través de Europa y Asia, mediante las cuales se cuestionaron las estructuras políticas, culturales y sociales de la época.
En el trasfondo, los estudiantes de esa generación de baby boomers buscaron incidir en la forma poco democrática mediante la cual se definía el gobierno y se limitaba la libertad de expresión.
Los movimientos estudiantiles lucharon por expandir un pensamiento crítico que demandaba tolerancia hacia una cultura que abogó por la inclusión de la mujer en la vida económica y política del mundo, exigió mayor libertad en la expresión de la sexualidad y logró romper con una estructura jerárquica generacional que incidía negativamente en la movilidad social.
El movimiento tuvo gran influencia global, que aterrizó en México con facilidad por la coyuntura histórica en la que se dio, justo antes de la celebración de los Juegos Olímpicos de octubre de ese mismo año.
Los estudiantes marcharon y protestaron contra la administración de Gustavo Díaz Ordaz, quien, aun siendo respetuoso de la propiedad privada y de la economía de mercado, fue feroz ante las críticas y poco abierto a la hora de escuchar el reclamo de una generación de jóvenes que, bajo la influencia de los movimientos liberadores provocados por la música y la televisión de los Estados Unidos, deseaban ansiosamente hablar y participar más activamente en la conducción y desarrollo del Estado.
El desenlace del movimiento, en lo que respecta a nuestro país, fue nefasto, al haber cobrado la vida de muchos estudiantes de manera sospechosa y con la intervención del ejército. La huella dejada por ese movimiento perdura hasta nuestros días y ha tenido tal trascendencia que, en el actual gobierno, muchos de los jóvenes que entonces encabezaron el propio movimiento ocupan posiciones de máxima responsabilidad.
Es en ese contexto que debemos observar lo que sucede en latitudes tan lejanas como Nepal o Marruecos, o en países tan culturalmente cercanos como Perú, donde una nueva generación de jóvenes estudiantes –los que integran la Generación Z– encabeza movimientos de protesta y cambio social que encuentran en nuestro país un eco sonoro y estridente, debido a la inestabilidad y la inseguridad que nos apabullan, y a la incapacidad del gobierno para atender los problemas.
El próximo 15 de noviembre han convocado a una asamblea de protesta en el Zócalo capitalino, en la que llaman a reclamar la falta de acciones asertivas en la lucha contra la inseguridad que los mantiene presos, y a detener de inmediato una descarada corrupción que deslegitima la retórica que permitió a Morena acceder al poder.
Se trata de una marcha liderada por una generación sumamente hábil para organizarse por medios electrónicos, pero que carece de la misma preparación para comunicarse e identificar sus demandas, como lo hicieron las anteriores, quizá a causa del acelerado progreso de las redes sociales. Es la Generación Z, caracterizada por una tendencia natural a la depresión y una baja tolerancia a la frustración.
No es un movimiento que deba desatenderse ni dejarse pasar desapercibido, porque sus reclamos surgen, coincidentemente, en la víspera de la organización de un torneo mundial de fútbol que tendrá verificativo en Norteamérica; porque llega en el mismo año en que los tres países del hemisferio estarán ocupados en la revisión del tratado que define su comercio y, con ello, sus economías y el rol que jugarán en el desarrollo del mundo; y porque todo ello acontecerá un año antes de que pueda tener lugar el primer proceso de revocación de mandato en México.
Hablamos de paralelismos incuestionables si vemos que el movimiento del 68 colisionó con las olimpiadas y con una época de efervecencia ligada al relevo sexenal de 1970.
El descuido y la inadecuada atención gubernamental que merece el movimiento pueden convertirse, para los organizadores del 68 que hoy dirigen al país, en su propio Tlatelolco. Como quien dice, una cucharada de su propio chocolate.