La desinformación sigue representando un problema para nuestras democracias. En sociedades polarizadas, donde la confianza pública se erosiona y la formación ciudadana es precaria, el engaño circula y se instala. Esto se ha vuelto aún más complejo en tiempos de apogeo de la inteligencia artificial, donde la capacidad de producir contenidos falsos cada vez más verosímiles ha reducido costos, tiempos y la distancia entre lo real y lo fabricado. En este contexto, la debilidad de la educación cívica deja a amplios sectores de la ciudadanía sin herramientas para distinguir la manipulación.
Según una encuesta de Ipsos Global (2025), el 73 % de peruanos conectados considera probable que las campañas de desinformación dirigidas sean realizadas principalmente por Inteligencia Artificial, ubicando al Perú en el séptimo lugar entre 30 países y en México, esta percepción es aún mayor: el 77 %, situándolo en el cuarto lugar. Estos datos reflejan la preocupación ciudadana sobre la sofisticación del engaño.
Sin embargo, centrar el análisis únicamente en la sofisticación tecnológica del engaño es insuficiente. La desinformación no se explica solo por quién la produce ni por las herramientas que utiliza, sino también por quién la busca, la consume, y la reproduce. En esa línea, el Informe “Demanda de engaño: de qué manera nuestra forma de pensar estimula la desinformación” del International Forum for Democratic Studies de la NED (Woolley y Joseff, 2020) ofrece claves fundamentales para invitar a mirar no solo la oferta sino también la demanda de engaño: el porqué amplios sectores están dispuestos a creer, compartir y defender información falsa, distorsionada o tergiversada, incluso cuando existen datos que la contradicen.
El informe señala que “en las interacciones con la desinformación operan varios prejuicios que inciden en el deseo de las personas de consumir, compartir e internalizar este tipo de contenidos”. El estudio advierte que hay una demanda pasiva y una demanda activa. En la primera, no media un ejercicio consciente de razonamiento, mientras que en la demanda activa sí existe una participación deliberada: las personas buscan, validan y amplifican la desinformación por factores como el sesgo de la confirmación por ejemplo mediante el cual persiguen información que confirma sus creencias preexistentes, o el sesgo de la desconfirmación según el cual tienden a ignorar, minimizar o razonar en contra de aquella información que entra en conflicto con sus ideas previas.
Cabe agregar que nuestras sociedades, sobre todo el Perú, han demostrado recurrentemente que el popular dicho “dato mata relato” subestima cómo se forman hoy las creencias públicas, ya que combatir la desinformación no consiste únicamente en desmentir contenidos porque una ciudadanía expuesta a datos, pero sin herramientas para interpretarlos críticamente, sigue siendo una ciudadanía vulnerable.
El desafío democrático, por tanto, no se puede limitar solo a combatir noticias falsas, sino a fortalecer capacidades: reconocer sesgos, contrastar fuentes, desarrollar pensamiento crítico y educar para la democracia. Enfrentar la desinformación exige fortalecimiento de capacidades, hábitos cívicos, y una ciudadanía crítica. Son condiciones mínimas para la convivencia democrática en la cual los ciudadanos pueden intercambiar argumentos, escuchar posiciones distintas sin descalificarlas automáticamente, contrastar información y modificar (o reafirmar) sus posiciones a partir del debate. Sin esa capacidad, el espacio público se reduce a consignas, solo emociones o enfrentamientos identitarios, y no hay diálogo democrático, ni pluralismo, sino imposición de relatos, disputa de narrativas cerradas, donde el que grita más fuerte o moviliza más emociones impone su versión. Una ciudadanía crítica y democrática evita que la mentira o la desinformación sustituyan al debate público.