El pasado 15 de junio, el Instituto Nacional Electoral entregó constancias de mayoría a las nueve personas electas para integrar la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero esta Corte no nace con legitimidad democrática, sino con una mancha imborrable de imposición y manipulación. Fue el desenlace de una reforma judicial aprobada sin técnica, sin consenso y sin diálogo, y consumada a través de una elección marcada por la desinformación, la baja participación y la intervención abierta del partido en el poder.
La participación ciudadana apenas superó el 13 %. Y sin embargo, con ese porcentaje mínimo se concretó el control absoluto del Poder Judicial por parte del oficialismo. La Corte, el Tribunal Electoral, el nuevo Tribunal de Disciplina y decenas de magistraturas y juzgados federales quedaron en manos afines al gobierno. Se desmantelaron, en cuestión de semanas, estructuras que tardamos décadas en construir.
Desde el 12 de mayo, en columnas de opinión y reportes periodísticos, se advirtió sobre una operación político-electoral para imponer candidaturas específicas. Esos nombres luego aparecieron impresos en acordeones distribuidos masivamente días antes de la jornada electoral e incluso el propio día de la elección. Y fueron exactamente esas personas las que resultaron electas. ¿Casualidad? Imposible. Fue una estrategia orquestada desde el poder, ejecutada con recursos públicos y validada por las autoridades electorales bajo el falso argumento de que las irregularidades eran “focalizadas”.
El problema no fue una casilla mal computada. Fue un proceso entero manipulado desde el origen. Y eso tiene consecuencias profundas. Primero, porque deja al país con un Poder Judicial sin legitimidad ni pluralidad. Segundo, porque impone un modelo de justicia subordinada, sin independencia, sin filtros técnicos, sin garantías reales. Tercero, porque desalienta la carrera judicial: hoy, para llegar, hay alinearse políticamente para poder estar en el acordeón.
La nueva Suprema Corte ya no cuenta con Salas especializadas, sino que concentra todo en un Pleno reducido, sobrecargado y políticamente homogéneo. Los cambios no fortalecen la impartición de justicia: la sofocan. El Consejo de la Judicatura Federal fue eliminado y sustituido por órganos mal diseñados, sin contrapesos, con atribuciones amplísimas y con nombramientos cruzados entre poderes. Y el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial puede sancionar a personas juzgadoras sin derecho a impugnar, bajo causales ambiguas, lo que abre la puerta a la persecución política por el sentido de sus fallos.
No solo está en juego la independencia judicial. Está en riesgo la certeza jurídica. Empresas nacionales y extranjeras ya lo advierten: se ha debilitado la confianza en el cumplimiento de la ley. Muchas están optando por mecanismos de arbitraje internacional, y ya se reportan impactos en los mercados financieros, en la inversión y en la calificación de riesgo del país. Porque sin un Poder Judicial autónomo y confiable, no hay economía que resista.
Esto no es una “democratización” de la justicia. Es su captura. Y el mensaje institucional ha sido devastador: pueden imponerse listas, operar estructuras paralelas, despedir sin proceso, sancionar sin defensa. Aquí no pasa nada.
Pero sí está pasando. Y lo que está en juego es demasiado importante como para normalizarlo. No se trata solo de quién juzga, sino de cómo y para quién se imparte justicia en México. Resistir no es un acto simbólico: es una obligación frente a la historia. La legitimidad, la democracia y el Estado de derecho no se pierden de golpe. Se erosionan elección tras elección, reforma tras reforma. O los defendemos hoy, o mañana ya no habrá nada que defender, pues lo habremos perdido todo.