Cada dos de noviembre, en el Día de Muertos, el Panteón Civil de Dolores se cubre de un resplandor que no proviene del sol, sino del aire mismo. A media mañana, entre cipreses y eucaliptos centenarios y entre muros húmedos y lapidas frías, el perfume de cempasúchil flota en el ambiente. En el fondo, entre fuentes y corredores olvidados, casi oculta a los ojos de los visitantes novatos, hay una sección discreta, poco concurrida: destinada a las Águilas Caídas del Escuadrón 201, una historia de vuelo y fuego que huele a paz y a olvido.
El viento que peina esas tumbas no es solo aire; es una turbulencia antigua, el zumbido persistente de un motor radial Curtiss P-47 Thunderbolt... uno de los aviones más poderosos de su época. Es el lamento de la hélice que se detuvo en medio del vuelo. Los nombres grabados en las placas pertenecen a una memoria que ya casi nadie visita. Pero ahí están, bajo la sombra, custodiando un capítulo que la ciudad resguarda, aunque parece haber sido olvidado.
Por el hundimiento de los buques petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro por submarinos alemanes, México entró a la Segunda Guerra Mundial. Fue una decisión difícil para un país que apenas salía de su propia revolución, pero el presidente Manuel Ávila Camacho entendió que la modernidad exigía definirse. Así nació la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana, integrada por trescientos hombres entrenados en Texas bajo la insignia de un águila que empuña rayos: el Escuadrón 201.
Combatieron en Filipinas, volando más de noventa misiones de bombardeo y reconocimiento. De regreso fueron recibidos con desfiles, medallas y promesas. Con el tiempo, su gesta se desvaneció entre los pliegues de la historia: los héroes se hicieron ceniza, los nombres se borraron del aire. Dispersos están: en la quietud de Dolores los caídos en la guerra, bajo el monumento solemne de Chapultepec para los veteranos que tras su muerte fueron honrados, o, en el más cruel de los silencios, los que jamás regresaron del cielo que incendiaron.
La sección dedicada a las Águilas Caídas está rodeada de tierra agrietada y cruces de hierro que el óxido ha vuelto anaranjado. En la víspera del 2 de noviembre, los trabajadores del panteón colocan flores frescas y limpian las placas. Dicen que los familiares ya no van, que hace años nadie pregunta por ellos. Solo quedan la fecha -1945- y la brisa que trae el rumor lejano de los aviones. Es como si el cielo mismo guardara un eco de aquellos vuelos.
A ochenta años de ese vuelo compartido, pocas veces recordamos que México y Estados Unidos, tantas veces contrapuestos, fueron una sola ala durante la guerra. Nuestros pilotos despegaron del Pacífico Sur con el emblema nacional pintado junto a las barras estadounidenses, compartiendo combustible, rutas y enemigos. Fue una alianza sincera, nacida del peligro común y de una convicción que hoy parece inconcebible: la de que la cooperación podía ser una forma de libertad.
En tiempos recientes, mientras resurgen los discursos de odio, los muros, los aranceles y las bravatas xenófobas, ese episodio adquiere un brillo distinto. La clase política norteamericana parece haber borrado que hubo un instante en que nuestros cielos se unieron. La retórica actual del norte olvida que un día los mexicanos pelearon hombro con hombro con sus soldados, bajo el mismo sol del Pacífico, compartiendo la derrota y la victoria, la muerte y el vuelo. Es más cómodo olvidar que México fue aliado cuando el enemigo era común, que nuestros pilotos murieron defendiendo una causa que también era la suya.
Al caer la tarde, el Panteón de Dolores se vuelve un jardín de sombras. El viento se arremolina entre los árboles, el aire huele a tierra mojada. En ese instante, entre la muerte y el ruido del tránsito, parece que el tiempo se detiene: los héroes duermen, pero su vuelo aún atraviesa el valle.
Y mientras el mundo vuelve a encerrarse tras sus fronteras, México guarda, en este rincón del panteón civil de Dolores, la memoria de una alianza que ningún muro puede borrar. Porque antes de las ofensas y los aranceles, antes de las bravatas y la soberbia, hubo alas compartidas sobre el mismo cielo. Y cada Día de Muertos, cuando el aire vibra entre las tumbas del Escuadrón 201, la historia susurra lo que la soberbia olvida: los que un día pelearon a tu lado merecen ser recordados, no despreciados. Porque mientras el viento siga soplando entre los cipreses y eucaliptos, habrá memoria y el vuelo del Escuadrón 201 no habrá terminado.