La elección judicial extraordinaria del pasado 1º de junio, fue vendida como una hazaña democrática. El oficialismo exaltó la supuesta participación ciudadana y celebró la “histórica” inclusión del pueblo en la conformación del Poder Judicial. Sin embargo, lo cierto es que esta elección fue un ejercicio fallido, confuso y profundamentecuestionable que revela más sobre los límites del actual modelo institucional que sobre sus supuestas virtudes.
El dato más contundente no está en los perfiles que resultaron electos, sino en el ínfimo porcentaje de personas que participó: apenas 1 de cada 10 electores acudió a las urnas, tan solo el 13% del padrón electoral. Esa cifra además de baja es alarmante.
Refleja la profunda desconexión que existe entre la ciudadanía y un proceso que, en teoría, buscaba empoderarla. Lejos de ser una fiesta democrática, la elección judicial estuvo marcada por la improvisación, la desinformación, el clientelismo y la subordinación al poder político.
En lugar de garantizar un voto informado, el sistema se diseñó como un laberinto. Se sometieron a votación más de 800 cargos judiciales: desde la Suprema Corte de Justicia de la Nación hasta juzgadores de distrito. Cada boleta tenía reglas distintas, formatos distintos, excepciones y códigos de color que confundieron incluso a personas con formación jurídica. ¿Cómo esperar entonces que la ciudadanía pudiera votar con plena conciencia?
La complejidad no fue el único problema. La falta de información oportuna, clara y accesible agravó el desconcierto. La campaña institucional llegó tarde y con escaso impacto. Además, la jornada electoral estuvo atravesada por una de las prácticas más corrosivas de nuestra vida pública: el uso de “acordeones oficiales”. Cientos de miles de personas acudieron a las urnas con listas preimpresas de nombres, distribuidas por operadores del partido en el poder. Esa práctica convirtió el sufragio en una extensión de la voluntad oficial. El voto dejó de ser libre y razonado para volverse obediente y dirigido.
Los resultados confirman este patrón. La nueva integración de la Corte, del Tribunal de Disciplina Judicial y de otras instancias refleja una preocupante concentración de perfiles cercanos al oficialismo. Muchos de ellos fueron promovidos explícitamente por el Ejecutivo federal y sus operadores. Algunos tienen trayectorias cuestionables o vínculos con estructuras de poder religioso o criminal. Al menos 133 cargos fueron ocupados por personas que no enfrentaron competencia real, seleccionadas por sorteo en el Senado y colocadas directamente en las boletas. ¿Democracia? Difícil llamarla así. Más difícil aún hablar de legitimidad democrática.
La Misión de Observación Electoral de la OEA no tardó en advertir que este modelo no garantiza ni independencia ni imparcialidad judicial. En su informe preliminar la OEA señala la necesidad urgente de rediseñar el sistema, establecer criterios técnicos y éticos para las candidaturas y reforzar la transparencia. Frente a ello, la respuesta del gobierno mexicano fue la descalificación. Se prefirió sostener una narrativa de éxito antes que asumir la gravedad del momento.
El camino hacia 2027 no puede construirse sobre la negación. Si este modelo de elección llegó para quedarse, debe transformarse desde sus cimientos. No todas las figuras judiciales deben ser electas por voto popular, y ninguna puede estar sujeta a la lógica clientelar. Necesitamos reglas claras, información suficiente, vigilancia independiente y una ciudadanía empoderada, no confundida ni instrumentalizada. Porque cuando la imparcialidad se sustituye por obediencia, cuando la meritocracia cede ante la cuota, y cuando la ciudadanía es abandonada frente al laberinto electoral y las decisiones ya están tomadas, muere la justicia constitucional.