Sorprende pensar que Donald Trump lleva menos de un mes ocupando la presidencia de Estados Unidos. El sentido y magnitud de los cambios ha sido tan vertiginoso y avasallante, que podría parecer que en realidad lleva meses dirigiendo a la primera potencia mundial.
Desde la noche misma de la elección, ese martes ocho de noviembre de pesadilla que ahora luce tan lejano en el tiempo, todo el mundo tenía claro que se avecinaba una época de cambio y que las transformaciones serían radicales. Se esperaba un estilo de hacer política, de tomar decisiones y formular políticas públicas diametralmente opuesto a la era Obama y, en realidad, a cualquier otro proyecto de gobierno en tiempos recientes.
Lo que no todos esperaban, es que los cambios impulsados por el trumpismo, decisiones tan impulsivas como caprichosas, se desplazara de una forma de ejercer el gobierno hacia una transformación de facto de los fundamentos del régimen político y los pesos y contrapesos institucionales en los Estados Unidos. Algunas declaraciones o el sentido de las órdenes ejecutivas que se han tomado en las primeras semanas de la era Trump, advierten sobre el tamaño de la crisis constitucional que se cierne sobre nuestro vecino del Norte y la división política y social que va a provocar:
Las agencias ambientales reciben la instrucción de restringir el acceso a información pública, lo que se traduce en una rebelión de servidores públicos que entienden una de sus obligaciones primarias justamente el garantizar acceso a la información a los ciudadanos. Con esta misma lógica, el presidente Trump destituye en forma fulminante a la fiscal general en funciones al negarse ésta a implementar una orden ejecutiva que consideraba violaba la Constitución.
En un contexto marcado por twitts presidenciales calificando como noticias falsas y medios defectuosos cualquier atisbo de crítica, el principal asesor presidencial señala a los medios (críticos) como el principal partido de oposición y los insta a escuchar y mantener la boca cerrada. Asesor al cual el Presidente asciende a una posición dentro del Consejo de Seguridad Nacional sin aparentemente estar bien informado al respecto.
En un episodio propio de la película Wag The Dog, Kellyanne Conway, jefa de campaña y ahora uno de los principales voceros de Trump, aplica la doctrina de los “hechos alternativos” y justifica la prohibición de entrada a ciudadanos de algunos países musulmanes a los Estados Unidos, citando la masacre de Bowling Green, evento que nunca tuvo lugar. En la misma línea, el vocero presidencial Sean Spicer, aclara a la prensa que la prohibición no es una prohibición, a pesar de haber sido presentada, twitteada y retwitteada como tal por el mismo Trump.
En lo que tal vez es la cereza en el pastel, a través de su cuenta personal de twitter, Trump descalifica al juez federal que levantó la prohibición de entrada a Estados Unidos a nacionalidades específicas, llamándolo el “así llamado juez”, acusándolo de poner el país en peligro al abrir la puerta a terroristas y responsabilizándolo públicamente, junto al Poder Judicial, de cualquier acto terrorista que pudiera ocurrir.
Este breve resumen se queda corto ante la avalancha de episodios, órdenes ejecutivas, descalificaciones y declaraciones ocurridas desde el 20 de enero. Estamos ante un proceso de cambio político que toma forma desde el voluntarismo de Trump y la visión política excluyente de sus aliados, y que se dirige a cambiar drásticamente las reglas del juego, alterar el peso del Presidente frente al resto de las instituciones democráticas y restringir el uso de la voz pública frente al ejercicio del poder político. Somos testigos de un intento sistemático por destruir los principios tradicionales de la democracia estadounidense, de sustituir los equilibrios institucionales por el carisma y la voluntad de un líder solipsista. Todo ante la sorpresa, el pasmo o la complacencia de los partidos y las élites políticas tradicionales.
*Profesor de Relaciones Internacionales y Ciencia Política, UDLAP Twitter: ja_leclercq