El reglamento que llegó para incumplirse

6 de Mayo de 2024

Antonio Cuéllar

El reglamento que llegó para incumplirse

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Pese a los innegables beneficios que a toda nuestra sociedad procura el mejoramiento de la economía y el desarrollo nacional, nadie puede negar que, el crecimiento del parque vehicular, de la mano con el anhelado progreso de la capacidad adquisitiva de los mexicanos, deviene un factor terriblemente negativo para el medio ambiente y, sobre todo, para la calidad de vida de quienes lidian diariamente con el tránsito de la capital.

De ahí que así como para el Gobierno Federal la seguridad y el estado de derecho constituyen temas de esencial relevancia en la agenda política nacional, en la Ciudad de México se conforma como una materia de alta prioridad política la relativa a la inaplazable implementación de políticas públicas para mejorar la calidad del transporte, la vialidad y la accesibilidad para todos los capitalinos.

En este marco de desesperación en el que se ubica la absoluta mayoría de los conductores del Distrito Federal, de disparidad entre las necesidades de transporte y la calidad de aquellos medios públicos que los habitantes de esta Ciudad tenemos a nuestro alcance, resulta altamente cuestionable la decisión gubernativa del Doctor Miguel Ángel Mancera, de lograr de manera simultánea el avance de la reforma constitucional que desvincula y desindexa al salario mínimo de un cúmulo de factores legales basados en él, como multas, sanciones, créditos y prestaciones -que en teoría permitiría la liberación del propio salario con el fin de lograr su libre flotación en escenarios que lo llevarían a mejores niveles-; y al mismo tiempo, emitir un Reglamento de Tránsito que, por ambicioso que sea en el ámbito del control y regularización del tránsito, es mucho más destacado por la cantidad y calidad de las sanciones y multas que contempla.

Hace un par de años se dio inicio a la discusión en torno de la procedencia legal de la instalación de parquímetros en la calles de la Ciudad de México, y la respuesta ofrecida por las autoridades del Espacio Público giró en torno a la implementación de dicha medida, como una necesaria política de movilidad a favor de los capitalinos, pues desincentivaba el uso de vehículos. El contra argumento es contundente: no se puede alentar la implementación de programas que inhiban el uso del transporte personal, si de manera simultánea no se ejecutan acciones concretas que permitan la existencia de alternativas de transporte y conducción a favor del mismo número de personas que habrán de verse afectados por la primera.

Ante la adversidad, la clase gobernante mexicana siempre resulta ser sumamente limitada. Quienes se encargan del ejercicio de la administración pública nunca tienen una mejor solución para la atención de un problema que la modificación de las leyes y, a través de ellas, el incremento significativo de penalidades y sanciones. Pocos servidores públicos tienen la astucia de implementar acciones preventivas o de solución extralegal de la problemática cotidiana.

El tránsito y la movilidad de más de cinco millones de vehículos diariamente, en las calles y avenidas del Distrito Federal, se atajará mediante la implementación de una nueva política de chicote, que asegura una potencialización amargamente significativa de los actos de corrupción de bocacalle; y no mediante la asunción de políticas que pudieran permitir la sustitución del vehículo privado por otros medios de transporte más eficientes y amigables con los peatones y con el medio ambiente.

El día de hoy que se publica este artículo entra en vigor un nuevo Reglamento de Tránsito para la Ciudad de México. Una lectura superficial de su contenido permite afirmar, sin temor a equivocación, que se trata de un ordenamiento de avanzada, en el que se implementan todo un conjunto de reglas que, teóricamente, deberían de hacer viable la convivencia entre automovilistas, estos y motociclistas, y todos los anteriores y los peatones.

La problemática real tiene que ver con la ejecución de las normas obligatorias que contempla dicho Reglamento, con el carácter absolutamente desproporcional e irreal de las medidas e imperativos que contempla, de sus correctivos y consecuencias administrativas, y la realidad imperante a la que va dirigido. Nuevamente, una norma más que se expide para no cumplirse, o para cumplirse temporalmente, hasta que los Tribunales de la Unión o la movilización ciudadana demuestren su falta de viabilidad real.

Una muestra: De acuerdo con lo dispuesto por el artículo 23, fracción III del Reglamento de Tránsito que hoy entra en vigor, el descenso de pasajeros de vehículos de transporte público en el segundo carril de circulación o en una vía ciclista exclusiva, como es el caso de la que existe en la Avenida Paseo de la Reforma, se sanciona con una multa de hasta 200 unidades de cuenta de la Ciudad de México, que equivaldría a 13,990 pesos, además de una penalización de tres puntos en la licencia de conducir. Si así habrán de ser sancionados los taxistas y microbuseros de la capital, las preguntas más inmediatas que nos podemos hacer son las siguientes: ¿Cómo habrá de descender el pasaje en las tantas avenidas en las que no hay paraderos?, y la otra ¿Cuántos días deberá trabajar un chofer para pagar una multa?

Con independencia de que las normas del nuevo Reglamento constituyan una aspiración legítima en cuya dirección se debería de trabajar, debe concederse validez al razonamiento lógico que nos indica, que con anterioridad a la implementación de un régimen sancionador de la naturaleza del que hoy se impone, debería de haber existido una política preliminar de educación vial, un programa de mejoramiento de la calidad del transporte público y un acuerdo de mejoramiento de las condiciones de trabajo de los agentes de tránsito, que impida la aceleración de un estado de corrupción como el que se avecina.

En la legislación que mira por la responsabilidad imputable a los servidores públicos se establece a cargo de ellos la obligación de conducir su actuación frente a los particulares, dentro de los linderos de la buena fe. El buen quehacer público debe entenderse siempre orientado a permitir la convivencia más armónica posible entre ciudadanos, y entre estos y su gobierno; así se construye una democracia funcional. Los instrumentos con los que la Asamblea Legislativa ha dotado al Titular del Órgano administrativo del Distrito Federal, permiten el nacimiento de una tiranía en el ámbito de la conducción automovilística y la imposición de sanciones, que pareciera buscar un incremento en la recaudación, más que un mejoramiento en la calidad de vida de la población. No se aprecia con facilidad la buena fe que motivó a las autoridades locales a imponer reglas de la severidad que desde hoy, ya nos aquejan.

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