Esa corriente ciudadana que se ha encargado de construir esta imagen vilipendiada del gobierno del Presidente Peña Nieto, se remonta al día mismo en que el propio titular del Ejecutivo ganó la elección; y se nutre, sobre todo, de esa falta relativa de legitimación política para gobernar al país, por la diferencia existente entre el número de votos en las urnas que permitió su acceso al cargo y el total emitido.
Si bien es cierto que nuestro actual presidente -de la misma manera que Calderón que le precedió-, asumió legalmente el cargo para el que fue electo, no se puede soslayar que ello ocurrió en mérito de una minoría de los votos del total ejercido (aunque al mismo tiempo fuera una mayoría relativa para efectos del cómputo correspondiente). Habiendo sido electo por el 38 por ciento de los votantes, acabó por gobernar también al 62 por ciento que no votó por él.
En el estado actual en que se encuentra redactado el marco de derecho atinente a los procesos electorales, el fenómeno no podrá corregirse y sí, más bien, podría agravarse. Ante un creciente número de partidos políticos contendientes (lo que de suyo podría calificarse como mayormente democrático), al final del proceso de elección encontraremos invariablemente a un representante popular proporcionalmente menormente legitimado para ejercer el cargo.
La problemática podría corregirse mediante la construcción de un sistema bipartidista con cimientos en la propia Constitución, como el de los EEUU o el del Reino Unido; o, como ya en otras colaboraciones lo hemos dicho, mediante la inclusión del mecanismo de la segunda vuelta, que obligaría a todos los mexicanos a decidirse entre dos candidatos contendientes, que serían aquellos que hubieran obtenido la votación más alta en la primera ronda electoral, del mismo modo en que acaba de suceder en Francia.
Lamentablemente no habrá tiempo ni condiciones para que el marco constitucional incorpore tan eficiente mecanismo de legitimación político-electoral para el 2018, y sí en cambio, pronto arrancarán las campañas que buscarán empatarse con respecto a aquellos otros aspirantes que, de facto, ya están haciendo proselitismo político, lo que resulta innegablemente inmoral. ¿Cómo poner el piso parejo, si la legislación permite estos actos adelantados de participación política para unos y le cierra los canales a los otros?
Vendrán los intentos para lograr una coalición partidista con miras a alcanzar la Presidencia de la República, y sobre todo participaremos de las alianzas que buscarán el acaparamiento de la atención y preferencia del electorado; sin embargo, ninguna resolverá el problema de fondo que tiene que ver con la legitimación de nuestros gobernantes.
Es previsible que los partidos dominantes no se coaliguen, y aun existiendo alianzas electorales, difícilmente alguna podría ser lo suficientemente eficiente para alcanzar una mayoría superior al 50 por ciento de las boletas emitidas.
En esta coyuntura en la que un candidato podría alzarse con el máximo honor y responsabilidad política nacional con una veintena de puntos porcentuales de la integridad del padrón, y a sabiendas de que nos volvemos a encontrar en el vilo de un proceso que podría llevar al gobierno a un contendiente que tiene una visión diametralmente opuesta de país al en que la gran mayoría de mexicanos venimos viviendo, resulta alarmante que no se avizore estrategia alguna que busque provocar una mejor administración y uso del voto; una práctica que se conduzca dentro del mismo camino de los hechos, por el que los otros aspirantes han venido andando a lo largo de todos los últimos meses.
Si con toda legitimidad, partidos que han sido opositores entre sí, como el PAN, el PRI o el PRD y Morena, tienen el deseo y la oportunidad real de contender en el 2018, ¿qué factor real puede persuadirlos de llevarlo a cabo? El único que se nos ocurre es el de enfrentar la posibilidad de que el modelo de país que pueda construir por su mayor adversario político, destruya o desdibuje aquel que a lo largo de los años han construido democráticamente.
En ese evento, justo sería la consolidación de un acuerdo político por la gobernabilidad democrática, a través del cual se asumiera el compromiso de impulsar el aprovechamiento del voto útil, con una vocación legitimadora, a favor de aquel contendiente que encabece la preferencia electoral hasta antes de la elección, siempre sobre la base de un proceso de medición objetivo, imparcial y científicamente comprobable. Negar esa oportunidad sería asumir la misma posición egocentrista que pregona Andrés Manuel López Obrador, con el efecto autodestructivo que tanto daño podría hacerle al país entero.
Hablamos de esta manera de la posible construcción de una segunda vuelta de facto, que perseguiría una conducción adecuada del voto a favor de aquella posición que, de acuerdo con su propia función, deberían perseguir todos los partidos; es decir, que si la máxima aspiración partidista es servir a México, la mejor manera de hacerlo sería defendiendo la visión unificadora de país que han tenido, por encima de aquella que sustenta su poderío en la anarquía y en la división. Favorecer el voto segmentado evidenciaría a una partidocracia esmerada en hacerse del poder por el poder mismo, una faceta del país que ellos mismos se empecinan en negar.
Me imagino que enterarnos de la realidad en la que vivimos, en las relatadas circunstancias, es simplemente una cuestión de espera