Desde los inicios del sexenio pasado, cuando Andrés Manuel López Obrador propuso exigir al Reino de España una disculpa por los agravios cometidos durante la “conquista”, el dilema sobre nuestra mexicanidad –o sobre nuestra hispanidad, según se prefiera abordar el tema– ha permanecido vivo entre nosotros. Aquella ocurrencia no solo provocó un diferendo político y social con una nación hermana, sino también un torbellino interno de interrogantes, iniciado desde el momento en que la estatua de Cristóbal Colón fue retirada del Paseo de la Reforma y depositada en algún almacén de la capital.
La historia de nuestro país es tan rica como interesante, y es precisamente esa cadena de sucesos la que nos ha forjado y define como sociedad hasta el día de hoy. ¿Vale realmente la pena poner en duda o cuestionar el origen de nuestro país y de nuestra raza? En ese ejercicio introspectivo, ¿podremos arribar a conclusiones distintas de las que ya conocemos, si al mirarnos al espejo sabemos con certeza lo que somos?
En un video del canal DNA Rewind que ha circulado recientemente por redes sociales, se evidencian las características únicas –y sumamente complejas– del ADN de los mexicanos: una amalgama de genes ancestrales procedentes de flujos migratorios de civilizaciones distantes. Desde Asia y Europa hasta África, quienes habitamos este gran país no somos únicamente indígenas; somos una mezcla profundamente elaborada de razas que nos hace únicos y, en muchos aspectos, más avanzados que numerosas naciones en el mundo.
La raza de lo que hoy entendemos como mexicanos tiene una conformación mixta, fuertemente influida por los pueblos asiáticos que, a lo largo de milenios, cruzaron el Estrecho de Bering para establecerse en estas tierras. Ellos, quienes conformaron nuestros pueblos indígenas, se diversificaron según sus orígenes, tradiciones y la época en que ocuparon los distintos territorios de lo que hoy es nuestro país. Esos pueblos constituyeron el asentamiento humano más numeroso antes de la llegada de los españoles.
Sin embargo, fue a partir de ese episodio histórico que, mediante el fenómeno único y profundamente significativo del mestizaje, se sumó sangre europea a la asiática e indígena. Una agregación genética en la que confluyeron muchas otras razas; porque los navegantes que arribaron a nuestro continente venían de una Europa marcada por siglos de dominio árabe y por guerras que atrajeron a iberos, celtas y romanos, entre otros. La riqueza genética de los pueblos españoles encontró, en la de los pueblos indígenas, un terreno fértil para multiplicarse.
Con la posterior llegada de filipinos y personas de raza negra en tránsito hacia los territorios de América del Norte –todos ellos asentados y asimilados a nuestra sociedad– se logró una conjunción humana que ha generado avances notables en la ciencia médica y la antropología, con pocos paralelos en el mundo. Somos, auténticamente, la raza del futuro –científicamente hablando–.
Por ello, ser mexicano constituye un privilegio del que debemos sentirnos profundamente orgullosos. La Constitución Federal así lo reconoce, y ello no debe cambiar. En su artículo 2º se establece que la Nación tiene una composición pluricultural y multiétnica sustentada originalmente en sus pueblos indígenas, que son aquellas colectividades con una continuidad histórica de las sociedades precoloniales establecidas en el territorio nacional.
En sintonía con la gran relevancia constitucional conferida a las comunidades indígenas, ha sido también voluntad del constituyente integrarlas con el resto del país. El artículo 3º del mismo Pacto Federal dispone que los criterios que orientarán a la educación del Estado serán democráticos; serán nacionales, en cuanto –sin hostilidades ni exclusivismos– atenderán a la comprensión de nuestros problemas, a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura; y, contribuirán a la mejor convivencia humana, a fin de fortalecer el aprecio y el respeto por la naturaleza, la diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de las familias, la convicción del interés general de la sociedad, los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos.
La exaltación del indigenismo promovida por las dos últimas administraciones ha sido una decisión constante. Si bien resulta indudablemente válida y positiva en el contexto de la conmemoración de la Fundación de Tenochtitlán –una efeméride esencialmente prehispánica–, se torna cuestionable cuando se interrumpen las celebraciones de octubre y se vulnera el diálogo con el gobierno español.
La premeditada exclusión de la cultura europea como parte integral de nuestra esencia racial e histórica constituye, en sí misma, una violación a la Constitución, pues rompe con el principio de igualdad de derechos y provoca una división injustificada.
Más allá de esta violación constitucional, el discurso antieuropeo oculta una intención manipuladora: la de aglutinar mayorías en torno a agendas ideológicas y políticas de Estado que podrían tener efectos desestabilizadores.
Podemos coincidir en que los conceptos de “conquista” de México o de “colonia” no reflejan el espíritu del auténtico mestizaje vivido entre los aventureros españoles que llegaron a estas tierras y los pueblos indígenas que los recibieron. Una revisión conceptual moderna de aquel encuentro cultural y humano –que ha evolucionado desde el siglo XVI hasta nuestros días– podría ser una empresa constructiva a la que incluso podría convocarse a la propia Corona española.
La continuación del discurso divisorio iniciado por el expresidente de México, y alimentado por un enaltecimiento posiblemente desmedido del indigenismo, no fortalece nuestro patriotismo; por el contrario, representa una amenaza real contra la paz y el desarrollo armónico de nuestra Nación.