Esta semana es nochebuena y Navidad. Es temporada de convivir y celebrar. Desde inicios de este mes, arbolitos, luces y botitas navideñas adornan los hogares. Villancicos suenan en las calles y regalos fluyen por doquier. Los compromisos sociales llenan las agendas. Posadas, piñatas y cenas navideñas. Pavo y romeritos. Sidra y ponche con ron.
Desde la perspectiva de la cultura mexicana (que tiene un antecedente y fundamento eminentemente cristiano), estas fechas no se limitan a marcar el cierre del año laboral. No se trata únicamente de bajar velocidad y recuperar fuerzas. Según la tradición —se tengan creencias religiosas o no a este respecto— son días de unión social y familiar. Son días de dar y compartir. Son días de amor, compasión y consideración. “Son días”... Y aquí me voy a detener.
¿Qué significa exactamente que sean “días”? Desde una perspectiva externa —esto es, la relativa a la vida cotidiana— entiendo perfectamente la referencia: es una temporada idónea para ver a nuestros familiares y amigos que viven lejos y a los que, incluso viviendo cerca, no frecuentamos dadas las inclemencias de la agenda y el tráfico. Pero, desde la perspectiva interna —esto es, la relativa a nuestros pensamientos y sentimientos que invariablemente determinan cómo nos conducimos con el mundo—la referencia a que sean días me hace mucho menos sentido.
La buena fe, la honestidad, el perdón, la humildad, la generosidad, la gratitud, la solidaridad y la hospitalidad, son valores que normalmente se asocian a estas fechas. Valores que, si bien están llamados a arraigarse de forma personalísima, inciden de manera toral en nuestras relaciones con el resto y, en última instancia, en nuestro comportamiento como sociedad. Por ello, a mi manera de ver las cosas, sería absurdo practicarlos únicamente en estas fechas. Si “son días” de dar y compartir, y de vivir en consciencia los valores antes mencionados ¿qué nos dice eso sobre el estándar de actuación para el resto del año?
Esta pregunta es central en tiempos en que los individuos —y, peor aún, la sociedad— hemos puesto en el pináculo de nuestra estructura de valores criterios diferentes. En el mejor de los casos, la eficiencia, la inmediatez y la productividad se han vuelto nuestros referentes más altos. Aplaudimos la automatización de procesos incluso si esto significa cerrar oportunidades de trabajo, subordinando la solidaridad. Celebramos negociaciones que fueron terminadas incluso a costa de la honorabilidad, subordinando la buena fe. E, incluso, en el debate público valoramos más el momento y la oportunidad que la honestidad intelectual.
Y, en el peor de los casos, son la venganza y el resentimiento nuestros orientadores. Festejamos el escarnio público de quien se ha equivocado, subordinando la compasión (¿qué virtud puede tener el ejercerla únicamente con nuestros cercanos?). Damos rienda suelta al placer que causa el castigo del villano, incluso si “los justicieros” han atropellado deberes básicos de dignidad y decencia. Y, frente al agravio que nos causa el que el de a lado consiga ventajas mediante la trampa y la mentira, justificamos hacer nuestra la máxima “el que no transa no avanza” (y sentenciamos: ¡qué ingenuidad sería no hacerlo!).
Así pues, querido lector, he aquí mi deseo navideño: que todos los días del año —y no solo estos— vivamos según los valores universales que nos evoca esta temporada. Que todos los días del año los coloquemos en la cúspide de nuestros criterios de actuación. Porque no es cierto que sea irrelevante el faro que escogemos: determina, ni más ni menos, la realidad personal, profesional y social que se nos presenta.
Y, por supuesto, aprovechemos “estos días” como una oportunidad más (se nos presenta diario) para reconectar con lo que es profundamente valioso. Para recordar que actuar conforme al estándar que nos presenta la consciencia —abrazando el costo, por alto que sea— lejos de ser ingenuidad, es un acto de coraje incalculable.
¿Te parece insostenible? El lugar al que llegaremos de no hacerlo lo es aún más.