Enrique Ochoa ha puesto ha puesto la corrupción en el centro de su discurso en las primeras semanas de su gestión al frente del PRI. Comprensible si tomamos en cuenta el mensaje de la ciudadanía en las elecciones pasadas, riesgoso cuando se defiende a un gobierno hundido en el descrédito y que, a pesar de ello, sigue sin entender lo que significa el uso indebido de la función pública, como lo ha evidenciado The Guardian esta misma semana.
El problema es que el discurso suena más a justificación autocomplaciente que a autocrítica, mucho menos a voluntad de cambio. Si bien ha llamado reiteradamente a sus correligionarios a gobernar con honradez y rendir cuentas, su mensaje es de evasión. Durante su encuentro con militantes en Aguascalientes, Ochoa señaló: “Los primeros interesados que eso cambie somos los priistas. El 99.9 por ciento de los servidores públicos son mujeres y hombres honestos y honorables, que buscan el bien común y que trabajan cotidianamente por mejorar las cosas (…) No permitamos que el 0.1 por ciento nos lastime, nos dañe la reputación de nuestro partido e incluso nos manche por omisión o por silencio nuestro buen nombre. Digámosle no a la corrupción y no a la impunidad”.
Sorprende la seguridad con la que se llega a tal precisión aritmética, cuentas alegres diría la sabiduría popular. Preocupan más las consecuencias de este diagnóstico minimalista: ¿Tener un magro 0.1 de funcionarios corruptos es realmente un problema? ¿Por qué es prioridad enfrentar la corrupción si el 99.9 de los servidores públicos es tan claramente honesto? ¿Realmente necesitamos un Sistema Nacional Anticorrupción, con todos los costos que esto implica, para atender a un universo que se limita a un 0.1 de corruptos? Con la misma lógica con la que reiteradamente se niega la existencia de tortura en México, ahora se minimiza el alcance la corrupción a un 0.1 marginal.
Para el dirigente priista la corrupción no es el problema, sino la percepción que tienen los ciudadanos: “Y entonces sí --permítanme proponer una tercer idea--, seamos los priistas los primeros en defender el buen nombre y la buena reputación de aquellos militantes, cuadros, simpatizantes, dirigentes, candidatos y gobernantes de nuestro partido, que injustamente sean señalados por cometer actos que no cometieron, para defender el buen nombre y la reputación de todos los priistas del país”. En otras palabras, no soy yo, eres tú y tu percepción distorsionada de la honradez en la política nacional.
Pasaron de entender y justificar la corrupción como expresión de la cultura nacional a entender y justificar la corrupción como imaginario colectivo. En el camino dejaron atrás el perdonen por la percepción de corrupción que tienen de nosotros, al no permitiremos que ensucien injustamente nuestro nombre. Defensa del honor que en el caso de la demanda contra Sergio Aguayo ha tomado causes inauditos.
Tiene razón Ochoa cuando advierte que no todos los servidores son corruptos y que la corrupción no es monopolio de un solo partido. Pero es equivocado minimizar su alcance y consecuencias. La corrupción y la impunidad son problemas generalizados que han dañado profundamente el desempeño de nuestras instituciones, distorsionado la dotación de bienes públicos y derrumbado la credibilidad, nacional e internacional, de nuestras autoridades. El horno no está para bollos y estos no son tiempos para el autoengaño. Es momento que los partidos asuman compromisos reales, medibles y verificables, contra la corrupción y la impunidad.
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