En México, la sombra del crimen organizado sobre la clase política alarma y decepciona. El caso de Adán Augusto López Hernández, exgobernador de Tabasco y actual senador de Morena, es un ejemplo claro de cómo las acusaciones de vínculos con la delincuencia pueden ser opacadas por el respaldo de un partido en el poder. Hernán Bermúdez Requena, conocido como “Comandante H”, fue su secretario de Seguridad Pública y hoy está prófugo, acusado de liderar “La Barredora”, un grupo criminal ligado al Cártel Jalisco Nueva Generación. Informes de inteligencia, como los filtrados por el caso Guacamaya Leaks en 2022, señalaban a Bermúdez como un operador criminal incluso antes de su nombramiento. Sin embargo, Adán Augusto, lejos de enfrentar consecuencias, ha sido protegido por la cúpula de Morena y la propia presidenta Claudia Sheinbaum, quien afirmó que no hay investigación en su contra. Este blindaje político no es nuevo; es un patrón que se repite cuando el poder decide cerrar filas.
Recordemos el caso de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón. Condenado en Estados Unidos por nexos con el narcotráfico, García Luna fue defendido en su momento por el PAN y el propio Calderón, quienes minimizaron las acusaciones como “ataques políticos”. La narrativa cambió solo cuando las pruebas en el extranjero fueron irrefutables. De manera similar, en 2022, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador calificó a Adán Augusto como “hombre honesto” frente a los señalamientos del expediente Guacamaya Leaks, desestimando las evidencias como “guerra sucia”. Este respaldo desde lo más alto del poder no solo protege al acusado, sino que envía un mensaje: la lealtad política pesa más que la rendición de cuentas.
Otro caso emblemático es el de Yeidckol Polevnsky, exdirigente de Morena, señalada por contratos irregulares, lavado de dinero y presuntos nexos con grupos delictivos en el Estado de México. A pesar de las acusaciones, Morena optó por el silencio o la defensa tácita, evitando cualquier investigación interna. En Sinaloa, el exgobernador Quirino Ordaz fue señalado por supuestos vínculos con el Cártel de Sinaloa, pero su partido, el PRI, y aliados en el poder lo respaldaron, desviando la atención hacia los “logros” de su gestión.
Este patrón de protección tiene raíces profundas. Los partidos, al cerrar filas, no solo blindan a sus figuras, sino que dañan la confianza ciudadana. La impunidad se convierte en un mensaje: mientras tengas el respaldo del poder, las acusaciones no importan. En el caso de Adán Augusto, la presión mediática y de la oposición, como el PAN, que anunció una denuncia penal, no ha sido suficiente. Morena insiste en que no hay pruebas directas contra él, mientras la presidenta Sheinbaum pide “no especular”. Pero la no respuesta de Adán Augusto y la falta de una investigación seria alimentan la percepción de complicidad.
La ciudadanía merece más que excusas y defensas automáticas. Cada caso de impunidad es un golpe a la democracia. Si México aspira a una verdadera transformación, debe empezar por romper el pacto de protección que convierte a los señalados en intocables. La justicia no puede ser dictada desde el poder.