Durante mucho tiempo se pensó que gobernar consistía en tomar decisiones. Hoy, gobernar es, ante todo, controlar el relato. No porque el poder haya desaparecido, sino porque narrarlo suele ser más rentable que ejercerlo.
El problema no es que los gobiernos cuenten historias. Lo han hecho siempre. El problema empieza cuando el relato deja de explicar la realidad y comienza a reemplazarla. Cuando la narrativa sirve para ordenar el discurso, pero no para ordenar la vida de las personas.
Basta escuchar ciertas conversaciones cotidianas. En el transporte público, en una fila, en la sobremesa. Ahí no se discuten encuadres ni mensajes: se habla de miedo, de cansancio, de la sensación de que todo se volvió normal aunque no debería serlo. Esa experiencia rara vez aparece en el discurso político.
En ese punto, la política empieza a hablar un idioma que ya no coincide con el de la calle. Las críticas se interpretan como ataques. La duda se castiga. La realidad que incomoda se barre bajo la alfombra del mensaje correcto. No se gobierna para resolver, sino para sostener una versión.
Pero la realidad no responde a consignas. No entiende de relatos. No se deja administrar. Cuando la distancia entre lo que se dice y lo que se vive se vuelve demasiado grande, el problema deja de ser narrativo y se convierte en institucional.
Ahí la política pierde algo más que popularidad: pierde sentido. Porque si el poder solo sirve para contar historias bien armadas, la pregunta inevitable es para qué sirve entonces. Qué queda del Estado cuando la palabra sustituye a la acción.
Ejercer el poder desde la realidad es más incómodo que administrar un relato. Implica fricción, errores y decisiones que no siempre pueden presentarse como éxito. Pero también es la única forma de que la política deje de ser un ejercicio retórico y vuelva a tener consecuencias reales en la vida de quienes ya no se conforman con discursos bien dichos.