Ernestina Ascencio. La verdad que el Estado quiso enterrar

19 de Diciembre de 2025

Claudia Aguilar Barroso

Ernestina Ascencio. La verdad que el Estado quiso enterrar

Claudia Aguilar Barroso

Claudia Aguilar Barroso

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Foto: EjeCentral

La reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Ascencio Rosario y otros Vs. México no debería leerse como una noticia más dentro de la larga y dolorosa lista de condenas internacionales contra el Estado mexicano. Es, en realidad, un espejo incómodo. Uno que devuelve una imagen que el poder se ha negado a mirar durante décadas: la militarización sin controles no solo mata; después, encubre, niega y silencia.

Ernestina Ascencio Rosario no murió únicamente por la violencia sexual que sufrió a manos de elementos del Ejército. Murió también por el abandono médico, por la negligencia institucional, por el racismo estructural que deshumaniza a las mujeres indígenas y por un aparato estatal que, frente a una acusación contra las fuerzas armadas, optó por cerrar filas en lugar de investigar con seriedad. La Corte fue contundente: los hechos no fueron aislados, ni confusos, ni inevitables. Fueron previsibles y evitables. Y el Estado mexicano falló en todas las etapas.

La sentencia desmantela, además, una de las narrativas más persistentes del poder: la de la “confusión” o la “falta de certeza” como excusa para la inacción. Aquí no hubo dudas razonables, sino una decisión política deliberada de proteger al Ejército, aun a costa de la verdad, de la justicia y de la dignidad de una mujer que no encajaba en el molde de víctima que el Estado considera “escuchable”, “confiable” o “creíble”.

El caso de Ernestina no es una excepción. Forma parte de una genealogía trágica que México conoce demasiado bien: Rosendo Radilla, Valentina Rosendo Cantú, Inés Fernández Ortega, Teodoro Cabrera, Rodolfo Montiel, Mirey… Nombres distintos, mismo patrón. Fuerzas armadas desplegadas en tareas que no les corresponden, abusos contra civiles —especialmente mujeres e integrantes de pueblos indígenas— y una respuesta institucional diseñada no para proteger a las víctimas, sino para blindar al uniforme.

El problema, sin embargo, no es solo histórico. Es actual, estructural y persistente. Mientras el discurso oficial insiste en normalizar la presencia militar en la vida pública —seguridad, aduanas, puertos, aeropuertos, obras públicas—, la justicia interamericana vuelve a advertir lo que se ha dicho una y otra vez: cuando no existen controles civiles efectivos, cuando no hay rendición de cuentas ni investigación independiente, la violencia se reproduce y la impunidad se institucionaliza.

La Corte Interamericana puede condenar al Estado mexicano, ordenar reparaciones y supervisar su cumplimiento. Pero no puede obligarlo a escuchar de verdad a sus víctimas ni a desmontar un modelo de seguridad basado en la excepcionalidad permanente. Esa responsabilidad es política, jurídica y social. Y es ahí donde México sigue fallando.

Cada nueva sentencia internacional confirma el mismo límite: la justicia llega tarde, cuando el daño ya es irreparable. Ernestina no volvió. Como no volvieron muchas otras. Y, sin embargo, el país continúa discutiendo la militarización como si se tratara de una solución técnica y neutral, y no de una decisión profundamente política, con costos humanos concretos y devastadores.

Hoy no estamos frente a un error del pasado ni ante una deuda simbólica. Estamos frente a una política de Estado que ha decidido normalizar la violencia, administrar el dolor y relegar a las víctimas al margen del discurso oficial. La militarización no es una anomalía: es el eje de un modelo que sacrifica derechos en nombre de una supuesta eficacia y que, cuando fracasa, responde con negación y silencio.

Ernestina Ascencio no es solo un caso más. Es la prueba de que en México la justicia llega cuando ya no estorba, cuando el daño es irreversible y cuando la verdad puede administrarse como un expediente cerrado. Mientras el Estado siga ampliando el poder de las fuerzas armadas y reduciendo los controles civiles, cada promesa de justicia será retórica y cada política de víctimas, una simulación.

La sentencia de la Corte Interamericana no absuelve al presente. Lo acusa. Y mientras no se desmonten las bases institucionales que permiten la violencia y la impunidad, el mensaje es claro: en México, la vida de las víctimas sigue siendo el costo aceptable de la militarización.