Mataron a Carlos Manzo, le pegaron de tiros y lo hicieron en una plaza pública. Las redes se inundaron con los gritos y la angustia que se registraron en los videos que captaron el crimen. Era un día de fiesta en su querido Uruapan y lo mataron a la vista de todos.
En la colaboración pasada (28 de octubre) mencioné varias razones por las cuales considero que la estrategia del gobierno federal no tendrá el éxito que deseamos. Una de ellas se relaciona con la actuación de las y los gobernadores. La mayoría no tienen la menor idea de cómo enfrentar al crimen y me parece que tampoco la intención de hacerlo.
Michoacán es ejemplo de un mal gobierno y de una clase política con prioridades distintas a la seguridad. Alfredo Ramírez Bedolla llegó al gobierno sin méritos y por dos circunstancias: “lealtad” a López Obrador y el incumplimiento de Raúl Morón a las leyes electorales de fiscalización, candidato original al cargo, y a quien después se le retiro el registro por tramposo. La contienda fue desaseada, y el triunfo, con poco margen y muy cuestionado. Hay denuncias de la participación del crimen organizado en los comicios y su influencia en los resultados.
El gobierno de Ramírez Bedolla ha transcurrido, al igual que el de otros políticos morenistas, en medio de escándalos, pleitos, asesinatos, territorios ocupados por el crimen y las infaltables loas al “Jefe Máximo”. En suma, el estado de Iturbide, Morelos, Ocampo, Cárdenas, Ortiz Rubio y Calderón vive sus peores momentos. Pero no dudo que, en los próximos días, las hordas guindas se lancen a descalificar y culpar a la derecha, villano favorito de los propagandistas del régimen.
Me queda claro que gobernar en los tiempos del narco no es sencillo, pero la situación se complica cuando no hay idea de la responsabilidad que conlleva la función encomendada. A los políticos fugaces les preocupa la popularidad más que la resolución de los problemas. No dudan en mentir y trasladar la causa de los malos resultados a reales o, imaginarios adversarios. El “amor del pueblo” lo buscan mientras dilapidan el presupuesto y se colocan en una conveniente zona de confort. En las crisis, se ocultan detrás de sus aparatos de propaganda y vuelven a escena para entregar programas sociales, arremeter contra la “derecha” o inaugurar pomposamente una tienda de conveniencia.
La receta para ganar la paz es sencilla y conocida; sin embargo, requiere de algo poco común: el desinterés por la popularidad personal. Y es que no es “lindo” poner límite a la venta del alcohol, cerrar casinos y giros negros, prohibir las carreras de caballos o los palenques, como tampoco despedir funcionarios ineptos, depurar policías, subir impuestos para comprar equipo o mejorar los sueldos de las fuerzas de seguridad. Tampoco es “padre” reconocer errores, evaluar con sinceridad y, mucho menos, dar la cara cuando hay fracasos.
A la falta de gobernantes con altura de miras, como es el caso de Ramírez Bedolla, se suma el creciente centralismo constitucional y presupuestal impulsado por el nuevo régimen. Las entidades y los municipios tienen poco dinero para operar y construir políticas públicas. Una masa de diputados morenistas, sin reflexión ni debate, votan de manera mecánica lo que en materia de egresos les mandan los tecnócratas del populismo. Ejemplos hay muchos; uno de ellos: en las próximas horas, sin pudor alguno, van a disminuir los presupuestos de seguridad pública, procuración de justicia y tribunales del país.
Para encontrar una ruta a la paz, se requiere reconocer los errores del pasado gobierno y replantear la estrategia de seguridad. Se debe cambiar por una multidimensional, donde haya atención a las causas reales, combate a los criminales, respeto a los derechos humanos y una narrativa ajena a la polarización y la especulación política. En ella se debe incluir a las y los gobernadores, pues su ausencia, inexperiencia o falta de voluntad son el anticipo del fracaso.