Como se recordará, el pasado 20 de febrero el Departamento de Estado informó que, de acuerdo a la orden ejecutiva de enero 14157 del presidente Donald Trump, Estados Unidos designó a los cárteles mexicanos como “organizaciones terroristas extrangeras”, lo que causó alarma en el gobierno mexicano por las acciones unilaterales que pudiera tomar ese país para combatirlos y que pudieran afectar la soberanía mexicana.
Si bien el concepto “terrorista” es complejo y responde a diversas reflexiones políticas, en la óptica del presidente estadounidense el hecho sería una respuesta para proteger a su país de la violencia y el terror de los cárteles internacionales, a lo que se sumaría la incapacidad del gobierno mexicano para contenerlos. En esa ocasión se designó al cártel de Sinaloa como terrorista, conjuntamente con los de Jalisco Nueva Generación, Cárteles Unidos, Cártel del Noreste, Cártel del Golfo y la Familia Michoacana.
Tal decisión tiene como fin endurecer la lucha contra el crimen organizado, como una amenaza a la seguridad nacional, afirma Estados Unidos, similar a grupos como Al Qaeda o Hamas, lo cual le permitiría también imponer sanciones financieras más firmes, congelar activos y restringir transacciones; aplicar procesamientos judiciales rigurosos, facilitar la persecución, reforzar la cooperación internacional y realizar inteligencia extraterritorial.
En el contexto, recientemente el Departamento de Justicia informó que Estados Unidos presentó cargos por narcoterrorismo contra los capos Pedro Insunza Noriega y su hijo Pedro Insunza Coronel, de la organización de los Beltrán Leyva, facción del Cártel de Sinaloa, y a otros cinco narcotraficantes más. Sería la primera acusación formal de la recién creada Unidad de Narcoterrorismo del Distrito Sur de California, a cargo del fiscal Adam Gordon, quien tomó posesión en abril pasado.
Analistas dicen que esto marcaría un parteaguas en la lucha contra el crimen organizado mexicano, con herramientas políticas, legales y militares más drásticas, cuyos líderes ahora podrían ser perseguidos con recursos antiterroristas, ya que anteriormente Estados Unidos generalmente utilizaba esta designación contra organizaciones que tenían un objetivo político, lo que no sucede con los narcotraficantes, que persiguen fundamentalmente el poder criminal y financiero.
Esta designación alertó al descontrolado gobierno mexicano ya que seguramente cualquier acción unilateral puede derivar en drásticas tensiones diplomáticas y una eventual violación a la soberanía. Especialistas comentan que en un caso extremo, mediante la doctrina Unwilling or unable, la cual surge contra el terrorismo Yihadista, Estados Unidos podría justificar la entrada de tropas a otro país si el gobierno local no puede o no desea atacar a los terroristas. En 2014 Estados Unidos invocó esta doctrina para justificar ataques en territorio sirio, argumentando que el gobierno de ese país no podía o no estaba dispuesto a impedir las acciones de ISIS. La tesis podría parecer exagerada para México, pero está en la mesa ante un Trump impredecible, quien no descarta, según manifiesta públicamente, la idea de enviar tropas de su país a territorio mexicano.
Al margen de hipotéticas intervenciones armadas, México requiere una estrategia de seguridad planificada. La pregunta sería hasta dónde podría llegar la estrategia estadounidense y si el gobierno mexicano estaría preparado para esta nueva ofensiva, lejos de esas estrategias imaginativas en las llamadas mañaneras desde donde se pretende hacer política exterior desde un micrófono. Es obvio que no existe una buena relación bilateral, ni estrategia mexicana ni conjunta en la materia que sería lo ideal, lamentable en un tema tan sensible de seguridad y soberanía con la principal potencia del mundo y país vecino. Son los alcances de la convivencia criminal, según se dice, de la estrategia de los “abrazos y no balazos” que no termina de cerrarse...y por cierto ¿dónde estará el piloto?