La Ciudad de México llora la muerte de Henri Donnadieu, pero al mismo tiempo celebra su vida. Francés de nacimiento, pero chilango por elección, fue fundador del mítico bar El 9, un refugio para la disidencia sexual y uno de los epicentros de la vida nocturna alternativa de la capital.
En una época en la que la discriminación era norma y las redadas contra la comunidad LGBT+ eran moneda corriente, Donnadieu abrió un espacio seguro, y lo defendió a capa y espada frente a las autoridades. Transformó la noche en un acto de resistencia y convirtió su vida en un testimonio de dignidad.
Hoy, en medio de tantas noticias sobre ataques homofóbicos o transfóbicos, la muerte de Donnadieu recuerda que las personas de la comunidad LGBTTTIQAP+ también pueden llegar a vivir una vida plena y longeva. Esa debería ser la regla, no la excepción. Por ello, su legado no debe ser de tristeza, sino de victoria.
Orgullo escarlata
En otra arena, la lucha libre mexicana volvió a ser noticia. Durante la última edición de Triplemanía, marcada por la histórica alianza entre la WWE y la AAA, apareció uno de los personajes más queridos y polémicos de este deporte: Pimpinela Escarlata.
Su presencia no pasó desapercibida. Con su estilo irreverente, los besos en el ring y el aura de fiesta que siempre lo acompaña, Pimpinela demostró que la tradición de los luchadores exóticos sigue viva y vigente. No se trata de un luchador trans, pero sí de un personaje que desde hace décadas rompe con los roles de género y abraza la diversidad.
Que esto suceda justo ahora, con Donald Trump de nuevo en la presidencia de Estados Unidos y en medio de un ambiente global de políticas restrictivas contra migrantes y personas LGBT+, es un mensaje en sí mismo: el deporte no tiene muros, ni fronteras geográficas ni de identidad. Que Pimpinela haya brillado en un evento que reunió a dos de las ligas más grandes del mundo es un recordatorio de que la disidencia también puede ocupar el centro del cuadrilátero.
La otra cara de la moneda
Pero así como hay vidas que se celebran y escenarios que se tiñen de resistencia, hay también instituciones que demuestran el largo camino pendiente. Tal es el caso de la Secretaría de Cultura de Jalisco, donde desde la llegada de Luis Fernando Ayala como director de Proyectos Expositivos y Museográficos en febrero de este año, comenzaron a acumularse denuncias por prácticas laborales violentas y discriminatorias.
De acuerdo con testimonios internos , Ayala mostró desde sus primeros días actitudes hostiles, dirigidas tanto hacia miembros de la comunidad LGBT como hacia mujeres de su equipo. Se le atribuyen expresiones homofóbicas, comportamientos misóginos, microviolencias constantes y una gestión plagada de contradicciones y omisiones. A ello se sumaron episodios de violencia verbal, simulaciones de agresiones físicas y, finalmente, despidos injustificados que se disfrazaron bajo supuestos recortes presupuestales inexistentes.
Quizá lo más grave no sea solo la conducta del funcionario, sino la pasividad institucional. Aunque las denuncias comenzaron apenas 11 días después de su nombramiento, el Comité de Ética y Buenas Prácticas de la Secretaría tardó casi cinco meses en darles seguimiento. Para entonces, los daños ya eran evidentes: renuncias forzadas, equipos desmantelados y una serie de malas prácticas normalizadas bajo el amparo de la inacción.
Que esto ocurra en el ámbito cultural, un sector que debería ser ejemplo de apertura y respeto, es doblemente alarmante. Porque mientras se aplaude la diversidad en escenarios artísticos y deportivos, puertas adentro todavía se reproducen dinámicas de exclusión y violencia. Y ahí, más que nunca, la memoria y la resistencia siguen siendo necesarias.