Cada 10 de diciembre el mundo recuerda que la dignidad humana debe ser el límite infranqueable frente al poder. Pero en México, esa fecha se ha convertido en un recordatorio incómodo: los derechos humanos no están en la agenda pública como prioridad, sino como estorbo. La crisis no solo persiste—se profundiza, se normaliza y se administra con una indolencia que erosiona lo que queda del Estado de derecho.
La desaparición de personas es quizá el retrato más brutal de este deterioro. No se trata únicamente de cifras que suben año con año, sino de un Estado que ha dejado de asumir la responsabilidad más básica: buscar. Los registros oficiales muestran decenas de miles de personas cuyo paradero se ignora, pero organizaciones civiles han documentado que la realidad es aún más devastadora: los números están incompletos, subestimados, manipulados o simplemente abandonados. La consecuencia es doblemente trágica: faltan personas, pero también falta verdad.
La violencia sexual y la violencia de género siguen un patrón similar. Se multiplican, pero se denuncian menos. Las víctimas saben que acudir a una institución puede significar ser revictimizadas, cuestionadas, ignoradas o expuestas a nuevos riesgos. ¿Qué dice de un país que las mujeres teman más a las instituciones que a los agresores? ¿Qué tipo de Estado produce esa ecuación perversa?
Mientras tanto, la libertad de expresión enfrenta uno de sus momentos más frágiles. En México, incomodar al poder sigue siendo una actividad de riesgo. Periodistas, defensoras y defensores de derechos humanos, investigadoras, líderes comunitarios: todos ellos navegan en un ambiente donde el hostigamiento, la difamación, la vigilancia y la estigmatización pública se han convertido en estrategias políticas. Lo que debería ser debate democrático se ha convertido en una disputa por la supervivencia.
No se puede entender esta crisis sin mirar la arquitectura institucional. Los contrapesos se debilitan, los órganos autónomos son desfondados, la justicia se politiza y las decisiones técnicas se sustituyen por cálculos de coyuntura. México vive el avance sistémico de una forma de gobierno que se acostumbra a gobernar sin controles, sin escrutinio y sin consecuencias. Es ahí donde la crisis de derechos humanos encuentra su explicación más nítida: la impunidad no es un defecto del sistema, es parte del diseño actual del poder.
Esta degradación no ocurre en el vacío. Se inserta en una región latinoamericana donde la tentación autoritaria reaparece con facilidad. Gobiernos de todos los signos políticos han aprendido a desactivar a la sociedad civil, a deslegitimar la protesta, a capturar instituciones y a utilizar la ley como herramienta de intimidación. México no está fuera de esa tendencia; es uno de sus ejemplos más alarmantes.
Frente a este panorama, el país descansa en quienes nunca deberían cargar en solitario con esa responsabilidad: madres buscadoras, colectivas feministas, periodistas independientes, comunidades que defienden sus territorios. Son ellas y ellos quienes sostienen los últimos hilos de dignidad pública. Pero no puede ser su deber permanente. Un país no puede reconstruirse desde la tragedia ni desde el sacrificio de quienes ya lo han entregado todo.
El 10 de diciembre debería obligarnos a una reflexión más incómoda: ¿cómo llegamos al punto en el que los derechos humanos dejaron de ser el fundamento del Estado y se convirtieron en su mayor evidencia de fracaso? La respuesta no es jurídica ni estadística. Es política. Cuando el poder decide que la dignidad es negociable, todo lo demás se derrumba: la justicia, la verdad, la seguridad, la confianza.
La conmemoración no sirve de nada si no lleva implícito un compromiso: desmontar la normalización del horror, reconstruir las instituciones y devolverle sentido a la palabra “derecho”. México no puede seguir viviendo entre fosas, silencios impuestos y expedientes archivados. La dignidad humana no admite espera. Y este país tampoco.