El artículo 1º de la Constitución consagra la dignidad humana como un derecho fundamental. En la escala de valores, ocupa un lugar preeminente: todas las personas merecen ser tratadas con respeto, tanto en su integridad física como en sus bienes, y en su calidad de padres, madres, vecinos, vecinas, colaboradores o simplemente seres humanos. La dignidad no es un privilegio, es un principio rector que atraviesa todo el orden jurídico y que debería reflejarse en cada interacción social.
Sin embargo, entre el reconocimiento legal y la vivencia cotidiana de ese derecho, se extiende un abismo. Un vacío que separa el mundo normativo del mundo real. Un espacio que, si no se llena con conciencia, empatía y acción, deja a la dignidad como una declaración solemne pero inoperante.
Karl Jaspers, filósofo existencialista, llamó a este tránsito la Teoría del Salto: ese momento en que el ser humano, enfrentado a su dualidad esencial —espíritu y materia—, debe dar un paso hacia la comprensión profunda de su existencia. Porque no somos solo cuerpo ni solo alma, sino una conjunción de ambos. Y es en esa conciencia de nuestra doble naturaleza donde se gesta la posibilidad de vivir con dignidad y de reconocerla en los demás.
La dignidad, como derecho humano, no es exclusiva ni negociable. Es común a toda la humanidad. Pero aquí surge la tensión: si todos somos igualmente dignos, ¿puedo reclamar para mí honores, salud o riquezas como si me pertenecieran en exclusividad? ¿Puede apropiarse individualmente un valor que, por definición, es universal?
Cuando algo que considero “mío” me es negado, lo reclamo como un derecho. Pero la dignidad no opera bajo esa lógica posesiva. No se reparte, no se concede, no se acumula. Se reconoce. Y se respeta. Pretender que mi voluntad prevalezca sobre la de los otros, en nombre de mi dignidad, puede ser en realidad una manifestación del ego, no de la conciencia.
Esta confusión entre dignidad y egoísmo es fuente constante de conflicto. Porque el espíritu humano necesita dignidad para estar en paz, pero el ego exige satisfacción inmediata, reconocimiento exclusivo, superioridad sobre el otro. Y ahí, en esa tensión, se juega la ética de nuestra convivencia.
Por eso, más que exigir, procede reflexionar. Más que apropiarnos, corresponde compartir. Más que imponer, urge comprender. La dignidad no se defiende desde el yo, sino desde el nosotros y nosotras. Y solo cuando entendamos que el valor fundamental no es lo que me distingue, sino lo que nos une, podremos dar ese salto que Jaspers proponía: del derecho escrito a la vida vivida con sentido.
Y es precisamente en ese salto donde la mediación cobra sentido. Porque no solo resuelve disputas: las transforma. Nos invita a detenernos, a escuchar, a reconocer al otro no como obstáculo, sino como espejo de nuestra propia humanidad. Mediar es un acto de conciencia colectiva, un puente entre el derecho y la vida, entre la norma y la experiencia.
Frente al impulso del ego —que exige, que separa, que se apropia—, la mediación propone una ética del encuentro. Nos recuerda que la dignidad no se defiende en soledad, sino en vínculo. Que no se trata de tener razón, sino de restaurar la relación. Que el verdadero poder no está en imponer la voluntad, sino en abrir caminos para que todas las voces sean escuchadas.
Así, la mediación no solo repara tejidos rotos: nos devuelve al centro de lo humano. Y en ese gesto, nos acerca —con humildad, con firmeza, con esperanza— al valor fundamental que nos une: la dignidad.
Procede que hagamos conciencia.