Si el hombre asesinado en el Estadio Universitario el fin semana hubiera sido un aficionado de los Pumas y no del Cruz Azul, hoy la UNAM estaría cerrada e incendiada politicamente.
Es cierto que todos los gobiernos han querido manipular a la UNAM. El discurso de intereses externos, de manos negras y de infiltraciones que buscan intervenir en la vida universitaria tiene mucho de verdad, pero también se ha desgastado por el abuso que de él han hecho los grupos enquistados desde hace décadas en la burocracia universitaria, dedicados a vivir de su presupuesto y cobijados con la bandera de la autonomía universitaria. Las cabezas de esos grupos son la llamada Casta Dorada.
Después de lo que pasó en el Estadio Universitario tras un partido de fútbol profesional, está claro que no todo es un complot o una conspiración contra la universidad como sugieren los desplegados de siempre, firmados por los de siempre.
Lo que ocurre en la UNAM ya no puede soslayarse. La muerte de una persona a manos de integrantes del cuerpo de seguridad institucional obliga, además de a perseguir un homicidio, a revisar la estructura completa de cuidado de la comunidad universitaria y resguardo de sus instalaciones y patrimonio.
El asesinato de Rodrigo Mondragón puso sobre la mesa un hecho incontrovertible e inadmisible: la seguridad de una comunidad que solo en Ciudad Universitaria sobrepasa las 100,000 personas, está en manos de un cuerpo paramilitar tan mal capacitado y seleccionado, que alberga personas con antecedentes penales y, ahora lo sabemos por la mala, homicidas.
La imputación de cuatro golpeadores asesinos es lo mínimo que requiere esta situación, pero ese fue trabajo de la Fiscalía de la CDMX. La UNAM tendría que hacer lo propio, que no es esperar al resultado de las investigaciones como anuncia su anodino comunicado, sino iniciar una reestructuración pública de todo el cuerpo de seguridad, que debería empezar por la destitución de Raúl Arcenio Aguilar Tamayo, secetario de Prevención, Atención y Seguridad Universitaria, herencia del rector Enrique Graue, y la remoción de toda la corrompida estructura debajo de él, pues ahí están los culpables no sólo del asesinato del fin de semana, también de no combatir ni la venta de droga, ni el robo de autos y motocicletas, y de permitir la instalación de los tianguiis de ambulantes dentro de la universidad, para cobrarles derecho de piso.
En paralelo, a casi dos años de haber tomado el cargo, el rector Leonardo Lomelí haría muy bien en someter a una evaluación de desempeño y resultados, urgente, a todo su equipo de colaboradores, pues tienen la costumbre ya probada varias veces, de dejarlo solo cada vez que hay una crisis en la UNAM.
Ayer mismo Patricia Dávila, la secretaria general de la universidasd que hace una semanas anunció y presumió un regreso a clases presenciales que no ocurrió y sigue sin ocurrir, pues al menos 16 escuelas o facultades mantienen actividades irregulares o de plano están tomadas y sin clases, encabezaba un evento con académicos en el teatro Juan Ruiz de Alarcón, y lo hacía con tal tranquilidad, que parecía que la universidad no viviera una crisis de inseguridad, ahora propiciada por su propio cuerpo de seguridad.
Dávila es la responsable de la gobernabilidad y la estabilidad dentro de la institución, justo de lo que la UNAM ha carecido en los últimos meses, pero todo indica que ella solo está para dar buenas noticias, aunque sean falsas, como el regreso a clases que anunció sin que se concretara, porque nunca aparece cuando hay que dar la cara, resolver problemas, ofrecer explicaciones o asumir la responsabilidad de los fracasos.
Para eso, para presentarse a pagar el costo político de los problemas, Dávila y el equipo que dejaron como herencia los exrectores médicos, tienen a Leonardo Lomelí; un rector al que acompañan, pero sólo cuando hay que viajar al extranjero, codearse con visitantes distinguidos y convivir con la autonombrada sangre azul de la academia universitaria.
Ese grupo de descolaboradores y de académicos acomodaticios, que consume la mayor parte de los 52 mil millones de pesos de presupuesto público que ejerce la UNAM cada año, no es la verdadera universidad ni es la que va a salir a defender la autonomía universitaria cuando haga falta; al rector Lomelí le urge comprenderlo para relanzar su gestión.