1ER. TIEMPO: El cara de niño. Hace poco más de 15 años, Ricardo Anaya asumió la presidencia del PAN en la Cámara de Diputados, un queretano de 34 años en ese entonces que causó muchas sonrisas cuando llegó al cargo. Académicamente era un nerd: licenciado, maestro y doctor a su edad, con mención honorífica en todos sus grados y un promedio de 9.97. Además, tenía cara de niño. En un partido donde el promedio de edad era de 52 años, ¿cómo alguien tan joven podía dirigir una cámara donde cohabitaban algunas de las figuras con más experiencia legislativa de todos los partidos? Anaya había sido producto de una jugada de mago del entonces líder del partido, Gustavo Madero, que engañó a todos para sacarlo de la chistera y dejar en el camino a un político fogueado, José González Morfín. “Nos fuimos con la finta”, reconoció en ese entonces uno de los asesores de uno de los panistas más distinguidos. “Nos ha sorprendido al no ser el ingenuo e incapaz que pensábamos solamente al verlo”. En su primer día en el Congreso, el 1 de septiembre, Anaya tomó la palabra y la voz le temblaba un poco y se le veía nervioso. “Pero le duró muy poco”, dijo una priista. “Al día siguiente ya no mostraba ninguna duda”. La cara de niño se escondió y comenzó una carrera controvertida, llena de traiciones a quienes más lo ayudaron, como Rafael Moreno Valle, que fue gobernador de Puebla y el más eficaz operador político de las últimas décadas, sin escrúpulo ni necesidad de mantener amistades largas. Anaya tuvo un ascenso rápido en la escalera del poder por su facilidad en la oratoria y pensamiento ordenado, por aprender rápidamente y ser un gran parlamentario, que leía, estudiaba y se preparaba. Se entrenó y creció entre los mejores oradores, dentro de una clase política de mandarines, donde un intruso como él fue capaz de avanzar y ganar. Desde aquel entonces mucho ha pasado, como su persecución política por los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, su autoexilio y su reinvención como senador, reconocido por sus adversarios en el régimen, como el único que realmente les preocupa por su capacidad retórica e información, mediante la cual suele aplastar a quienes lo desafíen en el debate. Anaya es un político pragmático que pronto cambió su horizonte en Querétaro por la Presidencia de la República, para la cual contendió en 2018 y, quizás, dicho esto de manera retórica, pudo haber dado una sorpresa y derrotar a López Obrador, a quien en el segundo debate presidencial iba venciendo, mediante acciones teatrales y heterodoxas, como caminando hacia él, desafiándolo y diciéndole “farsante y mentiroso”, acorralándolo e intimidándolo hasta que, en una de esas salidas geniales que tenía el que después fue presidente, tuvo la ocurrencia de decir que iba a cuidar su cartera, como se dice coloquialmente cuando alguien juega que se la van a robar, rematándolo con un juego de palabras, “Riqui, riquín, canallín”, con lo cual lo sepultó en el ánimo popular. López Obrador nunca le perdonó aquel acoso que estuvo a punto de derribarlo y buscó meterlo en la cárcel en venganza. No pudo. Políticamente lo dejó vivo, convirtiéndose en el único político de oposición en el Senado al que Morena le tiene respeto.
2DO. TIEMPO: La soberbia y el error. Algo de lo que no puede atacarse o criticarle a Ricardo Anaya es que carezca de audacia y temeridad. Entró a la campaña presidencial de 2018 enfocando toda su energía en el PRI y anunciando que al tomar el poder metería a la cárcel al entonces presidente Enrique Peña Nieto. Le creyeron. La campaña del PRI se enfocó en él, no en Andrés Manuel López Obrador, acusándolo de un esquema de lavado de dinero en operaciones inmobiliarias en Querétaro, que involucraba a su familia. Pero ante ese castigo, se creció. Una y otra vez, por meses, se defendió retóricamente de las acusaciones de corrupción, mientras que el gobierno no pudo encontrar la bala de plata que lo sacara temprano de la contienda presidencial. El pasado traicionero de Anaya no lo ayudó tampoco. En el chapoteadero de palabras en las que se encontraban Anaya y sus principales detractores, hubo imágenes que no ayudaron al candidato y alimentaron la sospecha de corrupto. Sobre todo, la forma como la maquinaria política del PAN y sus aliados del PRD no lo arroparon en esos momentos de crisis. El PAN vivía una crisis estructural donde varias corrientes del partido, incluidos grupos que no tenían una buena relación, encabezados por los expresidentes Vicente Fox y Felipe Calderón, estaban unidos en su contra. Parte de los gobernadores panistas también estaban distanciados de él, o como el de Querétaro, Francisco Domínguez, que había autorizado que desde su gobierno proporcionaran al PRI los documentos de sus operaciones inmobiliarias que terminaron en El Universal, o el exgobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, que estaba enfrentado a él estaba operando electoralmente en contra suya en las elecciones del estado de México. Las autoridades judiciales sí tenían indicios para que Anaya pudiera ser sujeto de un proceso por presuntos delitos de lavado de dinero y evasión fiscal, y en plena contienda presidencial las pesquisas se ampliaron a los llamados “moches”, como se denominaba el desvío de unos dos mil millones de pesos del Ramo 23 que se destina a municipios, que desde hacía meses militantes del PAN habían denunciado que se dieron durante la presidencia de Anaya en el partido. Peña Nieto, que tenía un agravio personal contra Anaya porque decía que había traicionado acuerdos firmados en el Pacto por México, no pudo meterlo en la cárcel, pero sí lo descarriló de la contienda, donde toda la energía que le dedicaron al panista, debilitaron al candidato del PRI, José Antonio Meade y facilitaron la victoria de López Obrador. La pesadilla, entonces, se profundizó. A cambio de impunidad, Peña Nieto negoció con López Obrador que no se metería en la campaña para bloquearlo, y ofreció una lista de funcionarios de su gobierno que podría perseguir y meter a la cárcel cuando asumiera la Presidencia. La lista la encabezaba Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, quien iba a acusar a Anaya de haber recibido dinero sucio de la constructora brasileña Odebrecht.
3ER. TIEMPO: Exilio y reinvención. El nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador vio en Emilio Lozoya el testigo madre de su lucha contra la corrupción. El exdirector de Pemex lo señaló en 2020 de haber sido parte del esquema de sobornos que el gobierno de Enrique Peña Nieto utilizó para comprar votos para la reforma energética. Las pruebas eran débiles y las audiencias, aplazadas. Pero había documentos, transferencias, testimonios, y fotografías que indicaban que había habido reparto de recursos a legisladores panistas, que no pudo probar la Fiscalía General, que fuera dinero ilegal o que llegara a los bolsillos de los líderes panistas. Pero para efectos de persecución, poco importaba. La Fiscalía general le ofreció la libertad tras un periodo corto en la cárcel a cambio de acusar a varias figuras del PAN. La principal, Ricardo Anaya, para saldar el agravio del segundo debate presidencial de 2018. Anaya no esperó a ver como avanzaba el proceso y se autoexilió en Atlanta. Desde el exterior, se vendió como un perseguido político. La narrativa tuvo sus seguidores. Es cierto que López Obrador lo usó como villano favorito en sus mañaneras, pero también es cierto que la Fiscalía General fue selectiva, agresiva y torpe. Pero lo que Anaya nunca explicó es por qué, si es inocente, no había enfrentado el proceso. El PAN tampoco le exigió claridad. Lo protegieron con el mismo silencio, con el obradorismo cubría sus propios expedientes de corrupción. Su caso, sin embargo, revela algo más grave: el uso político de la justicia, que aprovechó Anaya, que también hizo uso político de la victimización, e hizo de su huida una estrategia de capital simbólico. Anaya vivía bien en Estados Unidos. No estaba desaparecido, ni exiliado en la penumbra. Estaba en una suerte de limbo estratégico: lo suficientemente lejos para evitar a la justicia mexicana, y lo bastante cerca para no desaparecer del todo del radar político. Anaya, el “niño maravilla” que soñó con ser presidente a los 39 años, sobrevivió como un espectador privilegiado, protegido por la distancia, pero siguió haciendo política. Una de sus herencias, su protegido Marko Cortés, llegó a la dirigencia del partido y pagó los favores, metiéndolo en la lista plurinominal de senadores, con cuyo blindaje regresó a México. Blindado por el fuero, rindió protesta como senador en la actual legislatura y comenzó despacio, acelerando el paso, operando en un territorio donde hay muchos ciegos y escalando hasta ser el coordinador de la bancada azul. Como ha sido su vida por muchos años, se encuentra en los claroscuros, fortaleciéndose como la más inteligente y fuerte figura de la oposición, pero al mismo tiempo con un proceso legal que no se ha cancelado. Las acusaciones de Lozoya contra él siguen vigentes, así como la posibilidad de que se le dicte orden de aprehensión. El fuero le sirve para no ir a la cárcel, pero no para evitar distraerse en su defensa legal. Nadie sabe para dónde irá la corriente política en torno a Anaya, donde un grupo de panistas lo está moviendo como el candidato del PAN a la Presidencia en 2030, y un régimen que buscó que Peña Nieto lo descarrilara porque lo consideraban el candidato más peligroso a López Obrador, y que ahora tendrá la oportunidad de hacerlo directamente si no quiere que ese deseo se materialice y enfrenta a quien sea, que no tendrá el oficio y el talento del expresidente para frenarlo.
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