Últimamente he escuchado mucho que vivimos una batalla entre lo racional y lo impulsivo. Se dice que la modernidad nunca fue, que el hombre racional está muerto. Que nos hemos dado cuenta —o peor aún, que por fin aceptamos— que ese ideal nunca existió. Que jamás estuvo ahí.
Pero creo que esta lectura es equivocada. El hombre racional jamás necesitó existir como entidad concreta. Siempre ha sido un ideal, una aspiración. Desde hace siglos sabemos que el ser humano no es, en esencia, un ser puramente racional. Lo que hemos hecho es construir métodos, encuadres y disciplinas —como el método científico— que nos ayudan a encauzar nuestras pulsiones, a delimitar nuestros impulsos, a darle forma lógica a nuestra relación con el mundo.
Gracias a eso hemos logrado aplicar el pensamiento racional a distintos ámbitos como la economía, la política y, sobre todo, la ciencia. Es ahí donde la racionalidad ha brillado con más fuerza en los últimos dos siglos.
El ideal del ser humano racional nos ha llevado mucho más lejos de lo que cualquiera hubiera imaginado. Julio Verne soñaba con llegar a la Luna disparando un proyectil; hoy podemos comunicarnos al instante con cualquier rincón del planeta —ya sea por medio de internet o simplemente abordando un avión. Y más allá: la sonda Voyager 2, lanzada en 1977, se ha convertido en el primer objeto humano en llegar al espacio interestelar. El hombre, desde su razón, ha expandido sus límites hasta tocar las fronteras del universo conocido.
De vuelta en la Tierra, nuestros problemas no han desaparecido. No vivimos en la utopía que podríamos esperar tras tantos avances científicos y tecnológicos. Y eso es parte de nuestra condición: seguimos siendo también seres movidos por el amor, la pasión, la caridad, el deseo de ayudar. Pero también por la desconfianza, la codicia, la envidia, la necesidad de alcanzar el poder. Somos impulso y emoción, positivo y negativo, y eso —paradójicamente— es lo que nos hace profundamente humanos.
Pero no debemos olvidar que también somos capaces de regular los impulsos mediante el análisis y la reflexión. La capacidad de razonar, de entender de hacer trabajar la lógica y la razón. Resolvemos, cada día, problemas que parecen imposibles: cómo transportar una lavadora por una puerta estrecha, cómo llegar más rápido de un punto A a un punto B, cómo organizar recursos escasos de forma eficiente. Nos sentamos, pensamos, comparamos, ajustamos. En eso también reside nuestra humanidad.
La idea del hombre racional no es una moda ni una invención reciente. Es una herramienta, una forma de analizar nuestras interacciones, de entender el comercio, la política y la tecnología. ¿De qué otra manera habríamos sido capaces de crear computadoras, enviar sondas al espacio o desarrollar vacunas que han salvado millones de vidas?
La racionalidad no es el enemigo de nuestra humanidad. Es, más bien, una de sus expresiones más poderosas, y un ideal al que aspiramos a alcanzar.