El viernes pasado hice algo que se ha vuelto un lujo extraño: tomé un día laboral libre, preparé una taza de café y me senté a leer durante un par de horas. Mis hijos estaban en la escuela y el ambiente, en silencio. Leí en papel, como me gusta hacerlo, subrayando con lápiz y doblando esquinas. No fue una lectura productiva en el sentido utilitario de la palabra —no estaba preparando una clase ni escribiendo un texto—, sino algo más raro: leer sin urgencia.
Quizá por eso pensé en Juan Villoro y en su libro “No soy un robot”. Villoro escribe sobre la lectura en la sociedad digital, pero en realidad habla de algo más profundo: de la experiencia humana mediada por tecnologías que prometen ampliarlo todo —información, velocidad, acceso— y que, sin embargo, tienden a empobrecer aquello que no se puede cuantificar con facilidad. Leer en papel, ese viernes, fue menos un gesto nostálgico que una forma de resistencia mínima frente a una lógica que suele confundir expansión con profundidad.
La promesa que hoy rodea a la inteligencia artificial generativa se parece mucho a esa confusión. Se nos dice que estamos ante una expansión casi ilimitada de posibilidades: más textos, más ideas, más conocimiento circulando. Y es cierto, al menos en términos cuantitativos. Diversos análisis recientes muestran que entre 50 y 60 por ciento del contenido nuevo que se publica en internet ya es generado o asistido por IA, y que cerca de tres cuartas partes de las páginas web creadas recientemente contienen algún grado de texto automatizado. No se trata de predicciones futuristas, sino de un cambio que ya ocurrió.
Pero la pregunta relevante no es cuántos textos se producen, sino qué tipo de espacio estamos habitando cuando leemos y escribimos. Aquí es donde el mito del laberinto de Creta resulta útil. Dédalo construye para Minos una obra maestra de ingeniería: un espacio vasto, sofisticado, lleno de pasillos, giros y combinaciones posibles. El problema del laberinto no es su complejidad, sino su clausura. Dentro de él hay muchas rutas, pero ninguna salida evidente. Todo movimiento es posible, salvo escapar del diseño.
Algo similar ocurre con la IA generativa. Estos sistemas operan en lo que la ingeniería llama un “espacio latente”: un mapa de posibilidades construido a partir de enormes volúmenes de texto previo. La IA no crea desde la experiencia ni desde el acontecimiento, sino desde la recombinación estadística de lo que ya fue dicho. Puede recorrer ese espacio con velocidad asombrosa, explorar millones de trayectorias, producir textos plausibles en segundos. Pero no puede salir completamente de él.
Por eso la promesa de expansión ilimitada es, en realidad, una expansión dentro de límites muy precisos. La IA amplía el número de pasillos del laberinto, pero no redefine su arquitectura. Y cuando cada vez más textos en circulación provienen de ese mismo espacio —cuando los modelos se entrenan con textos generados por otros modelos— el riesgo no es la escasez, sino la homogeneización. Desde fuera parece abundancia; desde dentro, repetición.
Villoro advierte algo parecido cuando habla de una escritura y una lectura desancladas de la experiencia. El problema no es que la tecnología escriba mal, sino que escribe sin haber vivido nada. No hay cuerpo, ni tiempo, ni error. En el laberinto de Dédalo no hay sol que derrita las alas, pero tampoco cielo abierto.
Esto tiene implicaciones que van más allá de la literatura. Un espacio público saturado de textos correctos, bien estructurados y estadísticamente verosímiles, pero producidos sin experiencia humana directa, se vuelve menos conflictivo, menos incómodo y, paradójicamente, menos democrático. La deliberación se aplana. El lenguaje pierde filo.
Quizá por eso la escena de ese viernes importa. Leer en papel, sin notificaciones ni optimización algorítmica, fue una forma de salirme momentáneamente del laberinto. No porque el libro sea moralmente superior a la pantalla, sino porque la lectura lenta restituye algo que la lógica de la automatización erosiona: el vínculo entre palabra y experiencia.
La inteligencia artificial no es el Minotauro al centro del laberinto, ni una amenaza monstruosa. Es la arquitectura misma. El desafío no es destruirla, sino no confundir su vastedad con libertad. Como en el mito, lo decisivo no es cuántos caminos existen, sino si todavía somos capaces de encontrar el hilo que nos permita salir. Ese hilo —todavía— sigue siendo humano.