El precio a pagar

16 de Junio de 2025

José Ángel Santiago Ábrego
José Ángel Santiago Ábrego
Licenciado en Derecho por el ITAM y socio de SAI, Derecho & Economía, especializado en litigio administrativo, competencia económica y sectores regulados. Ha sido reconocido por Chambers and Partners Latin America durante nueve años consecutivos y figura en la lista de “Leading individuals” de Legal 500 desde 2019. Es Presidente de la Asociación Nacional de Abogados de Empresa y consejero del Consejo General de la Abogacía Mexicana. Ha sido profesor de amparo en el ITAM. Esta columna refleja su opinión personal.

El precio a pagar

José Ángel Santiago Ábrego

El pasado 11 de junio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la inmediata libertad de Juana Hilda González Lomelí, quien había sido sentenciada a 78 años de prisión por el secuestro de Hugo Wallace y por los delitos de delincuencia organizada y portación de armas de uso exclusivo del Ejército. Después de más de 19 años de prisión, la Primera Sala del Alto Tribunal decidió concederle un amparo por violaciones al debido proceso, específicamente porque no existen en el expediente garantías de que las confesiones utilizadas no hayan sido obtenidas bajo tortura.

Casos con esta estructura (delitos de alto impacto, perseguidos en juicios mediáticos, donde el acusado o sentenciado es dejado en libertad a partir de un amparo de la Justicia Federal) suelen venir acompañados de una fuerte crítica en la conversación pública: ¿Cómo puede ser que los tribunales hayan dejado un culpable en libertad? ¿Cómo puede ser que se ignore el sufrimiento de las víctimas al emitirse este tipo de sentencias? Se trata de preguntas poderosas porque apelan a nuestras emociones y pretenden cuestionar qué tan bien equilibrada está nuestra brújula moral. Sin embargo, al verlas con detenimiento es posible advertir que son formuladas desde premisas realmente peligrosas. Me explico.

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La presunción de inocencia es un logro social de primer orden. Según este principio, todos debemos ser tratados como si fuésemos inocentes, a menos que haya poderosas razones para mandarnos a prisión. Y esas poderosas razones son las pruebas: es hasta el momento en que un juez determina que el acervo probatorio de cargo es “suficiente” para condenar, que se puede tener por derrotada la presunción y determinar que alguien es culpable. Esto constituye un mecanismo que reduce de manera importante la arbitrariedad en la determinación de culpabilidad y, por tanto, la exposición de todas y todos a la mezquindad humana que se materializa a través de venganzas personales o políticas.

En la medida en la que en este tipo de casos no solo están en juego los derechos de las víctimas y la probable responsabilidad del indiciado, sino también el correcto funcionamiento de la sociedad en su conjunto, las pruebas de cargo deben ser obtenidas respetando valores de primer orden. Por ejemplo, el que se respete la prohibición de tortura o la inviolabilidad del domicilio está en el interés de todos, pues permitirlo en una situación concreta porque se cree (indebidamente) que “es justo” o “está justificado” abre la puerta a que este abuso de poder le pase a usted o a mí en cualquier caso. De ahí que las consecuencias de obtener evidencia ilícitamente sean de tal envergadura que puedan incluso dejar sin efectos años de actuaciones ministeriales.

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En este orden de ideas, salta a la vista el vicio escondido de las preguntas que expresamos al inicio: parten de la premisa de que la persona que es dejada en libertad es culpable. Pero no culpable desde una perspectiva normativa, sino culpable a raíz de la convicción individual de quien las formula. El hecho de que un juez haya concedido un amparo por violaciones al debido proceso significa que, por más que una sentencia haya declarado penalmente responsable a alguien, a la postre se ha determinado que, en realidad, no fueron satisfechas las condiciones normativas mínimas para condenarlo como tal. Por tanto, reprochar dejar en libertad a un culpable en estas condiciones necesariamente parte de una convicción extralegal o a priori sobre la necesidad de castigar a alguien. Y es aquí donde radica el peligro: bajo esta perspectiva, todos estaríamos en aptitud de calificar la culpabilidad de alguien, con lo que, en el decurso natural de los acontecimientos, la determinación quedaría en las manos arbitrarias del que manda más.

Que no quede duda: el correcto funcionamiento de la brújula moral de nuestra sociedad no se mide en nuestra capacidad de mantener a alguien tras las rejas a cualquier precio, sino en nuestra disposición a respetar las reglas que creamos para alcanzar decisiones objetivas y en nuestra voluntad de afrontar el costo que esto implique.

*Esta columna se hace en colaboración con María José Fernández Núñez