Durante décadas, un grupo de trabajadores ha ejercido una de las profesiones más extremas y menos reconocidas del país: los buzos de drenaje. Sumergidos en aguas negras, con visibilidad nula y rodeados de gases tóxicos, estos especialistas se adentran en el corazón de lo que otros prefieren no imaginar. Su labor, aunque vital para la operación de las grandes ciudades, ha sido invisibilizada por años y, peor aún, se ha quedado fuera del alcance de los avances tecnológicos que podrían salvar vidas. En otros países, los trabajos de mantenimiento en zonas de alto riesgo —como túneles cloacales, sistemas subterráneos o ambientes contaminados— ya no dependen de seres humanos. Los Robots, drones acuáticos, sensores inteligentes y tecnologías remotas han ido sustituyendo paulatinamente al cuerpo humano en tareas que implican peligro extremo. Sin embargo, en México, seguimos dependiendo del esfuerzo físico y mental de personas que entran, literalmente, al fondo del sistema. Julio César Cu Cámara, el último buzo activo del sistema de aguas de la Ciudad de México, representa esta contradicción con dolorosa claridad. Su historia es una hazaña, sí, pero también un recordatorio incómodo: la tecnología no ha llegado donde más se necesita.
No porque no exista, sino porque no se ha priorizado. A lo largo del tiempo, el oficio de buzo de drenaje no solo se ha ido extinguiendo por el desgaste físico que conlleva, sino por la falta de inversión en alternativas que lo hagan más seguro o incluso innecesario. En vez de crear soluciones tecnológicas que permitan automatizar estas tareas, hemos permitido que el heroísmo humano supla lo que debería ser responsabilidad del desarrollo y la innovación. Este rezago no se debe a una falta de capacidad. Ingenieras, técnicos y especialistas mexicanos han demostrado, una y otra vez, que tienen el talento para diseñar y operar soluciones de alto nivel como hace 50 años cuando se dio inicio a la obra del drenaje profundo donde participaron brillantes mexicanos como el ingeniero Hector Hiriart, el Ingeniero Bernardo Quintana Arrioja, el Ingeniero Luis Vieitez entre otros. Lo que falta es visión a largo plazo y compromiso institucional con quienes, como Julio César, arriesgan el cuerpo para que las ciudades sigan funcionando.
A principios del año pasado, un grupo de ingenieros mexicanos logró construir y rehabilitar parte del sistema de drenaje profundo con soluciones propias, sin recurrir a tecnología extranjera. Fue un logro notable, y un ejemplo claro de que el talento existe. Sin embargo, este tipo de esfuerzos siguen siendo aislados y muchas veces invisibilizados frente a la urgencia de modernizar sistemas obsoletos. La pregunta ya no es si podemos desarrollar tecnología nacional para sustituir trabajos de alto riesgo. La verdadera pregunta es por qué no lo estamos haciendo. ¿Por qué permitimos que la vida de una sola persona dependa de su propia resistencia, cuando podríamos apoyarnos en la ciencia, la ingeniería y la innovación?
Julio César no debería ser el último buzo porque nadie más quiera hacerlo, sino porque ya no sea necesario que alguien lo haga. Porque el objetivo no es sustituir al ser humano por máquinas, sino proteger su vida, dignificar su trabajo y asegurar que su conocimiento se aproveche en otras formas: como mentor, como líder, como símbolo de una transición responsable hacia el futuro.
México tiene la capacidad, la inteligencia y el corazón para dar ese paso.