Explosivos en calles mexicanas

17 de Diciembre de 2025

Pablo Reinah
Pablo Reinah
Periodista con 28 años de experiencia en televisión, radio y medios impresos. Ganador del Premio Nacional de Periodismo 2001, ha trabajado en Televisa, Grupo Imagen y actualmente conduce el noticiero meridiano en UNOTV. Ha colaborado en medios como Más por Más, Excélsior y Newsweek. Es autor del libro El Caso Florence Cassez, mi testimonio y asesor en medios de comunicación.

Explosivos en calles mexicanas

Pablo Reinah columnista

En un mediodía aparentemente tranquilo en Coahuayana, Michoacán, un vehículo cargado de explosivos detonó frente a las instalaciones de la policía comunitaria el 7 de diciembre de 2025. La explosión dejó un saldo de cinco personas muertas —incluyendo al conductor y miembros de la policía local— y al menos 12 heridos, con daños que se extendieron cientos de metros a la redonda, afectando viviendas, comercios y un hospital cercano. No fue un accidente: fue un ataque deliberado en una zona disputada por grupos criminales, atribuido a pugnas entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y alianzas locales como Cárteles Unidos.

Este incidente no es un caso aislado. Desde 1994, México ha registrado al menos 20 atentados con vehículos explosivos, según mapeos de expertos en seguridad. La mayoría ocurrieron entre 2010 y 2012, perpetrados por grupos como Los Zetas y La Línea, con un resurgimiento notable en los últimos años: al menos cinco en Guanajuato y Michoacán desde 2023, muchos vinculados al CJNG. Estos ataques han evolucionado de tácticas puntuales a herramientas para generar miedo masivo, complementadas con drones bomba y minas antipersona en regiones como Tierra Caliente.

Las consecuencias trascienden las cifras inmediatas. En Coahuayana, la onda expansiva destruyó negocios familiares —como paleterías y locales comerciales—, dejó familias sin patrimonio y provocó traumas psicológicos profundos en sobrevivientes y testigos, incluyendo niños. Más allá del pueblo, estos actos erosionan la vida cotidiana: las extorsiones a productores de plátano y papaya se intensifican, el reclutamiento forzado persiste y la población vive bajo un miedo constante que disuade la inversión y el desarrollo. Socialmente, fracturan comunidades al enfrentar a vecinos contra grupos armados, mientras los hospitales se saturan y el tejido económico local se desdibuja.

Económicamente, regiones como Michoacán ven afectadas sus exportaciones agrícolas por la inestabilidad. Políticamente, el atentado expone fallas en estrategias de pacificación, como el Plan Michoacán lanzado recientemente, y reaviva el debate sobre clasificar estos actos como terrorismo. La Fiscalía General de la República inicialmente lo investigó como tal, pero lo reclasificó como delincuencia organizada, limitando herramientas internacionales. Estados Unidos, por su parte, ha designado a seis cárteles mexicanos —incluyendo el CJNG, Sinaloa y Cárteles Unidos— como organizaciones terroristas extranjeras, facilitando congelamientos de activos y extradiciones.

Esta renuencia a nombrar el terror por su nombre es un obstáculo. No se trata de ceder soberanía, sino de reconocer una amenaza que usa explosivos para intimidar poblaciones enteras, similar a tácticas en otros conflictos globales. Fortalecer las policías comunitarias, la inteligencia compartida y la prevención podría cambiar el rumbo, en lugar de reaccionar ante cada estruendo.

Cuando el polvo se asienta en pueblos como Coahuayana, queda una certeza: el verdadero costo no son solo las vidas perdidas, sino la esperanza robada a generaciones que merecen calles seguras, no campos de batalla. México no puede seguir midiendo su paz en promesas; debe construirla con acciones que devuelvan a sus ciudadanos el derecho básico a vivir sin temor. Solo entonces, el silencio tras una explosión será de alivio, no de resignación.