¿Qué se retiró cuando la retroexcavadora arrancó las figuras de la banca? Porque no fue solo un montón de bronce lo que se llevaron. Se llevaron un símbolo, un fragmento de historia de la ciudad. La alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega ordenó el retiro de las esculturas de Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara, que desde 2017 compartían asiento en el llamado Monumento al Encuentro. La maniobra, fue presentada como una acción para liberar el espacio público, pero en el fondo fue una acción política milimétrica cuya onda expansiva alcanzó hasta Palacio Nacional.
Desde su conferencia matutina, la presidenta Claudia Sheinbaum calificó la acción como “ilegal e intolerante”. Denunció la falta de autorización del Comité de Monumentos y Obras Artísticas, y sugirió algo más profundo: un intento de reescribir la historia. El siempre furibundo Paco Ignacio Taibo II habló de “analfabetismo histórico” y advirtió que “más le vale a la alcaldesa no haber dañado las piezas”. Gerardo Fernández Noroña fue aún más lejos: la llamó “ignorante” y “reaccionaria”.
Pero Rojo de la Vega no se cedió un centímetro. Con reflejos de pugilista, se defendió alegando corrupción en la adquisición de las esculturas, se escudó en el respaldo vecinal y recordó —con cierta ironía— que quienes hoy se escandalizan fueron los mismos que retiraron arbitrariamente la estatua de Colón del Paseo de la Reforma. Incluso sugirió subastar las esculturas para devolver “los recursos a los vecinos”.
Pero ¿qué se disputa, en realidad? No son solo esculturas. Ni procedimientos administrativos. Tampoco una batalla por la estética o el mobiliario urbano. Ni siquiera es netamente un debate ideológico. Lo que está en sucediendo es un forcejeo entre gobernantes, una burbuja mediática que está dejando a la ciudad en medio del campo de batalla.
La Tabacalera, es un triángulo que va de Insurgentes a Puente de Alvarado —hoy México-Tenochtitlan— y Reforma, nació entre proyectos inconclusos y utopías modernistas. Allí se quiso levantar un palacio legislativo que acabó siendo un museo y mausoleo —el Monumento a la Revolución—; allí resisten joyas del art déco como el Frontón México y el edificio de la Lotería Nacional; allí, entre vitrales y columnas neoclásicas, permanece el Museo Nacional de San Carlos.
Pero, sobre todo, fue aquí donde, en 1955, Fidel Castro conoció a Ernesto Guevara. Uno, recién liberado tras el fallido asalto al cuartel Moncada; el otro, un joven médico argentino de paso por la capital mexicana. Caminaron estas calles, compartieron fondas y cafés, planearon, conversaron, soñaron. No fue en La Habana ni en la Sierra Maestra donde comenzó su revolución, sino en la Tabacalera.
Cuando Fidel fue detenido por la Dirección Federal de Seguridad, parecía que todo terminaría allí. Pero Fernando Gutiérrez Barrios, entonces joven jefe de la DFS, lo dejó ir. Años después, Castro recordaría a México como el país que no solo le dio asilo, sino que no le cerró las puertas del porvenir.
Las esculturas, colocadas décadas después en el Jardín Tabacalera, no eran necesariamente una apología del régimen cubano. Eran un gesto: una banca compartida por dos figuras que ahí se encontraron. Un guiño a la historia de una ciudad que fue —y sigue siendo— refugio y encrucijada. Un bronce mudo, sí, pero elocuente testigo de encuentros que tejieron destinos y torcieron el curso de América Latina.
El retiro ocurre en tiempos de turbulencia. Los monumentos se han convertido en trincheras, los parques en territorio de facciones. Pero la ciudad —la ciudad verdadera, la de piedra, neblina y memoria— no se rinde a las pasiones en turno. No se deja poseer por nadie. Ni por el oficialismo ni por la oposición. Ni por discursos encendidos ni por retroexcavadoras.
La Tabacalera fue antes barrio de huertas y fábricas, de obreros tabacaleros y arquitectos visionarios. Y lo seguirá siendo. Porque su vocación no está en la coyuntura, sino en la permanencia. Porque, aunque se intente capturar su espíritu en una consigna, la ciudad no cabe en un pleito entre gobernantes.
Esa es, quizás, la única certeza: la historia no se borra con maquinaria ni se impone con decretos. Las bancas vacías no callan: murmuran. Y a veces, dicen más que las ocupadas.
Y así, bajo la sombra de un árbol centenario, la ciudad vuelve a recordarnos que es más vieja, más sabia y generosa que quienes hoy se enfrentan en disputas políticas y partidistas.