A la luz de las antorchas, el aire huele a copal, tierra seca. El Cerro de la Estrella palpita, no por el rumor de un sismo, sino por el latido colectivo de quienes suben a verlo morir y resucitar. Ha llegado un reconocimiento, justo cuando la ciudad devora aquello que celebra. La noticia ya no es un susurro: es el anuncio formal de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad la Representación de la Pasión de Cristo en Iztapalapa el 10 de diciembre de 2025. Es una de esas semillas diminutas que, al caer, va haciendo florecer viejos ecos: el callejón, la devoción, la memoria. No todos los días una tradición nacida en los bordes del Valle de México alcanza el reconocimiento internacional.
La UNESCO no distingue al espectáculo: distingue la vida comunitaria que sostiene una tradición. Nombra patrimonio aquello que ha sobrevivido al olvido. La Pasión de Cristo en Iztapalapa es exactamente eso: una manda hecha en 1833, frente a un brote de cólera, que creció hasta convertirse en el rito urbano más grande de América Latina. Desde hace casi dos siglos, los barrios originarios renuevan ese pacto: cosen túnicas en patios que huelen a copal, tallan espadas sobre mesas rayadas por el tiempo, levantan escenarios improvisados que parecen brotar de la tierra misma. No requieren templos monumentales: solo persistencia, devoción y comunidad.
En medio del rito se cuela la vida cotidiana, con su irreverencia inagotable: el Cristo del barrio revisando su celular antes de entrar en escena; la señora que grita desde la azotea “¡aquí se ve mejor que en la tele!”; los niños que venden gelatinas entre soldados romanos sudorosos que buscan sombra. Ese humor doméstico no cancela la solemnidad: la sostiene. Es parte de un teatro involuntario donde la ciudad se interpreta, se observa y se reconoce a sí misma.
El vértigo y la aceleración de la ciudad amenazan con tragarse barrios, tradiciones y rituales convertidos en mercancía cultural. Por eso, el reconocimiento consagra la Pasión, pero también le impone a la ciudad una responsabilidad ineludible: protegerla exige repensar la movilidad del evento, preservar la identidad de los barrios y asegurar que la tradición siga siendo de quienes la sostienen y no de quienes solo la consumen. El patrimonio no es un privilegio: es una carga pública.
Y ahí, donde la política suele volverse abstracta, aparece la carne y el cansancio. Doña Norma, bordando túnicas desde 1988, asegura: “Yo ya no veo bien, pero mientras pueda, aquí estaré.” La carga simbólica la asume Elías, el Cristo de este año, quien confiesa, agotado, al pie del cerro: “No es la cruz lo que más pesa. Es saber que, por una tarde, el destino de mi barrio pasa por mis hombros. Es una promesa, no un papel.” La Pasión no la sostienen instituciones: la sostienen familias que heredan la devoción como un apellido.
Entre los documentos enviados a París para lograr la declaratoria hay fotografías descoloridas, testimonios del cronista emérito de Iztapalapa, el Dr. Jorge de León Rivera; mapas del Cerro de la Estrella antes de ser parque, cuando aún era el sitial del Fuego Nuevo; oficios escritos en máquinas ya extintas y la intervención institucional de la exalcaldesa Clara Brugada. Todo eso era necesario. Pero nada de eso se compara con lo que ocurre cuando cae la tarde y el cerro se enciende con un murmullo que sube como viento antiguo, un resplandor naranja que parece respirar, una comunidad que, por un instante, late en un mismo pulso.
La mirada histórica completa la escena: esta tradición sobrevivió al anticlericalismo del siglo XX, resistió la urbanización desordenada y las crisis cíclicas del país. Es uno de esos territorios donde la identidad no la fabrica el Estado: a lo sumo, aprende a no estorbar.
Hoy, Iztapalapa coloca ante la ciudad y ante el mundo una verdad que la modernidad insiste en sepultar: no hay destino posible sin raíces vivas. La UNESCO no concede un honor: coloca un espejo. En él, el país se mira y se pregunta qué parte de su alma está dispuesto a defender. Porque el verdadero arcano de la ciudad no es la tradición, sino su persistencia. La fe anclada a un territorio sagrado, el sitio donde el hombre siempre ha venido a contarse la historia de su sacrificio. Y mientras el país ensaya el olvido, Iztapalapa se lo recuerda. Sin pedir aplausos. Solo memoria.