Por más que se repita como mantra en cada discurso oficial, el principio de “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre” ha quedado reducido a una consigna vacía en la realidad política que hoy gobierna México. Mientras millones de familias mexicanas apenas logran sobrevivir con lo mínimo necesario, la clase política de Morena —la misma que prometió transformar al país desde la ética, la justicia y la austeridad— disfruta de un estilo de vida que raya en el derroche, el cinismo y la desconexión total con las necesidades del pueblo.
Diversos medios de comunicación han documentado recientemente un verano de excesos para varios miembros prominentes de la llamada Cuarta Transformación. Fotografías, reportajes y testimonios han dejado claro que algunos de sus más visibles representantes vacacionan en destinos de lujo en Asia y Europa, se hospedan en hoteles de cinco estrellas y frecuentan restaurantes y clubes reservados para las élites económicas del mundo. Tal es el caso de Andrés Manuel López Beltrán, hijo del expresidente y actual secretario de Organización de Morena, captado en el Hotel Okura de Tokio. O del diputado Ricardo Monreal, quien fue visto en Madrid, en una de las cafeterías del exclusivo Hotel Rosewood Villa Magna. Qué decir de la familia Yunes, retratada en la costa de Capri en Italia. La lista es larga y ofensiva.
¿Qué pasó con la promesa de vivir en la “justa medianía”? ¿Cómo justificar estos excesos mientras millones de mexicanos enfrentan una inflación asfixiante, precariedad laboral, inseguridad y falta de acceso a servicios básicos?
Desde la conferencia mañanera, la presidenta Claudia Sheinbaum ha salido al paso con frases que buscan apaciguar la indignación. Ha recordado que cada funcionario será juzgado por su comportamiento y que todos tienen derecho a vacacionar. Pero esas palabras han sonado más a evasión que a condena. Porque la pregunta clave no es si pueden vacacionar, sino cómo y con qué nivel de ostentación lo hacen quienes se comprometieron a encabezar un gobierno que pregona la austeridad republicana.
La contradicción no se limita al lujo personal. El problema es más profundo: se trata de la traición al proyecto de país que prometieron construir. El mismo gobierno que ha recortado presupuesto a organismos autónomos, que ha exigido sacrificios a la burocracia, que ha pedido paciencia a los pobres, hoy permite que su dirigencia goce de placeres que contradicen su propia narrativa fundacional.
La consecuencia es clara: el divorcio entre el decir y el hacer de Morena no solo erosiona su autoridad moral, sino que alimenta el desencanto social y profundiza el alejamiento de la ciudadanía frente a la política. No hay nada más peligroso para una democracia que la pérdida de confianza en quienes detentan el poder.
Hoy más que nunca, México necesita líderes congruentes. Necesita que la política deje de ser un escalón hacia el privilegio y vuelva a ser un espacio de servicio público. Si la Cuarta Transformación quiere tener futuro, sus dirigentes deberán empezar por mirar al país que dicen representar, dejar de tratar al poder como botín, y recordar que el verdadero cambio no se mide en votos, sino en la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace.