La mañana del 7 de noviembre amaneció fresca, con una luz limpia que hacía brillar los edificios del Centro Histórico como si acabaran de ser lavados por la cita con la historia. La Ciudad de México, acostumbrada al vértigo y al estruendo, parecía contener la respiración. En el aire se mezclaban el zumbido de los helicópteros, el murmullo de la gente y el tañido lejano de las campanas. El Zócalo resplandecía: banderas que ondeaban con lentitud solemne, cámaras expectantes, uniformes pulcros. Por la calle Corregidora avanzaba la comitiva francesa, una vendedora en la vía pública se percató del grupo de extranjeros sin comprender su prisa y siguió con su pregón, mientras tanto, en las ventanas del Palacio Nacional se reflejaba el brillo de una jornada llamada a ser memoria.
El presidente de Francia Emmanuel Macron llegó al corazón del país, y con él se abrió —como diría la diplomacia— un nuevo capítulo entre México y Francia. La presidenta de México, Claudia Sheinbaum se esmeró en transmitir hospitalidad y autoridad, y lo recibió en los salones donde crujen los pisos de duela resplandeciente y los espejos repiten, multiplicada, la luz de los candelabros. Las paredes guardaban ecos de otros tiempos, de otras ceremonias, de los nombres grabados en el mármol. Los jefes de Estado hablaron de ciencia, educación, igualdad de género y energías limpias. Pero hubo un instante que desbordó el protocolo: el anuncio del intercambio de los códices Azcatitlán y Boturini, dos sobrevivientes del fuego colonial y del saqueo ---clave para comprender nuestra historia—lo que hizo que los asistentes contuvieron el aliento y luego un aplauso lento y profundo. Macron habló de respeto; Sheinbaum, de justicia simbólica. En esa devolución recíproca se cifró una idea luminosa: la memoria nos pertenece, se comparte, sin precio ni reserva.
La ciudad que recibió a Macron, no es cualquier ciudad. Es el antiguo Distrito Federal que Porfirio Díaz, José Yves Limantour y Carmelita Romero Rubio imaginaron como un pequeño París. De aquel sueño sobreviven las avenidas arboladas, los balcones de hierro, las mansardas que miran el atardecer desde la Colonia Roma. En esa misma Colonia Roma, Carmelita vivió sus últimos años, en un palacete en las calles de Tonalá y Durango que aún se mantiene en pie, con sus vitrales intactos, como un eco persistente del afrancesamiento porfiriano. París y su reflejo eran entonces el ideal de progreso: la moda, la gastronomía, el urbanismo, los libros importados por Limantour, los perfumes que llegaban con los trenes de Veracruz.
Ahí, en la Roma, germinó la modernidad mexicana. Entre cafetines donde se discutía a Rousseau y Voltaire, y panaderías que olían a mantequilla, nació una forma de entender la ciudad: el arte como respiración urbana, el gusto como argumento político. Ese aire afrancesado, lejos de diluirse, sigue impregnando la arquitectura y la sensibilidad de la capital.
La carta de Victor Hugo a México, escrita cuando las tropas del Segundo Imperio desembarcaron en Veracruz —“No es Francia la que te ataca, sino el Imperio”—, se alza todavía como una brújula moral. Aquella frase, tan distante en el tiempo, tan cercana en espíritu, ilumina este reencuentro: dos repúblicas que, pese a los desencuentros, comparten una misma fe en la cultura y la libertad, ahora ampliada con la defensa de los derechos humanos y la igualdad de género.
Los pisos de duela del Palacio Nacional reflejaban las sombras de los jefes de Estado y de los diplomáticos que se retiraban en silencio. Desde las alturas, las campanas de la Catedral repicaban como si marcaran el final de una ópera. Afuera, la ciudad recobraba su ruido habitual: el pregón del vendedor, la sirena del policía, la bocina impaciente. Nadie parecía advertir que, bajo ese pulso cotidiano, acababa de cerrarse un gesto de reconciliación histórica.
La historia, como los viejos amores, siempre vuelve. Hoy Francia no impone modelos: ofrece diálogo. México ya no busca ejemplos: devuelve la mirada de tú a tú. Entre ambos, los códices viajan como mensajeros de una fraternidad que ha costado siglos tejer entre encuentros y desencuentros. Y en ese tránsito, la ciudad —esta ciudad que mezcla el maíz y el vino, el rebozo y el perfume— vuelve a ser lo que siempre fue: un puente entre mundos.
Porque las naciones, como los viejos amores, solo se reencuentran cuando aprenden a reconocerse. Y ese día en Palacio, bajo el resplandor de los candelabros, México y Francia se miraron de nuevo: dos repúblicas heridas que comprendieron, al fin, que la cultura también puede ser una forma de redención.
Entre los auxiliares de la presidenta, Alfonso Suárez del Real — vecino de la Colonia Roma, historiador de la ciudad y artífice clave de parte de la agenda cultural— observaba el anuncio de los códices con la emoción serena de quien sabe que la memoria también se gestiona. En su gesto había algo de epílogo y de comienzo: la certeza de que la historia se escribe, desde los pasillos donde la cultura se convierte en política de Estado.