Lozoya, a enterrarlo en silencio

19 de Mayo de 2025

Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

Lozoya, a enterrarlo en silencio

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1ER. TIEMPO. Una denuncia penal reabre los agravios. Hace menos de 10 días una Corte de Apelaciones en Miami determinó que Citigroup había causado más de mil millones de dólares en perdidas a 30 acreedores y tenedores de bonos de la empresa de servicios petroleros y logísticos mexicana Oceanografía, contra la que presuntamente orquestó y ocultó un fraude. Esta semana, en un tribunal en México, Oceanografía abrió lo que espera sea su segunda gran victoria en este caso que le ha causado a Amado Yáñez, su principal accionista, un dolor de cabeza y tres años de libertad, al presentar una denuncia penal contra Banamex, que recientemente se separó de Citigroup, que lo acusó en 2014 de un fraude al banco por 400 millones de dólares, que en cada una de las etapas de años de procesos judiciales se mostró que la empresa no adeudaba nada al banco. Aquel litigio que se extendió a lo largo de los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, tienen un hilo conductor, Emilio Lozoya, que como director de Pemex quiso aprovechar la coyuntura de la crisis por el diferendo contra Banamex para despojarlo de su empresa y que se la entregara a un banquero cercano a él. Yáñez habló con los abogados del banquero y al revisar los papeles de compra-venta descubrió que no le iban a pagar nada por la empresa. Su ganancia, le dijeron crudamente, sería no ir a la cárcel. Estuvo a punto de firmar, pero el día que tenía que concluir el traspaso gratuito de Oceanografía, un banco en Nueva York aprobó un crédito puente de emergencia que había solicitado tiempo atrás, con lo cual pudo mantener a flote la petrolera. El costo que pagó, sin embargo, fue la cárcel y aún, no termina de lograr el resarcimiento del daño que le hicieron, particularmente Lozoya, que había buscado extorsionarlo desde antes. A finales de agosto de 2015, Reforma publicó una fotografía donde aparecía Yánez con Arturo Henríquez Autrey, en ese entonces director de Procura y Abastecimiento de Pemex. La foto había sido tomada en octubre de 2013, y el periódico sugería que se habían negociado apoyos para el rescate de la empresa, a la cual estaba persiguiendo abiertamente el entonces procurador Jesús Murillo Karam, y tras bambalinas, Lozoya. Henríquez Autrey envió una carta al diario para desmentir que el motivo de ese encuentro hubiera sido el de una negociación para el rescate de Oceanografía, y que se había tratado simplemente de un encuentro de “carácter social”. Tenía razón en su primer punto, pero mentía en el segundo. Su viaje a Los Cabos tuvo un peor propósito. El colaborador de Lozoya, dijeron personas que conocieron de aquella reunión, le exigió a Yáñez cuatro millones de pesos mensuales para que el director de Pemex intercediera por él ante el procurador Jesús Murillo Karam. De otra manera, amenazó, lo perseguirían. Las personas recordaron que Yáñez accedió al chantaje y durante los siguientes tres meses pagó puntualmente cuatro millones de pesos. El “encuentro social” dio como resultado ingresos ilegales e ilegítimos para el equipo de Lozoya por 12 millones de pesos. El dueño de Oceanografía dejó de pagar y así le fue. Lozoya viviría mucho tiempo engañando gente hasta que la suerte se le acabó.

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2DO. TIEMPO. El ícono de la corrupción. En México, la corrupción no es un accidente. Es un método, una forma de gobierno y una lógica del poder. Nadie lo encarna mejor que Emilio Lozoya, el exdirector de Pemex que prometió ser el delator del sistema político que lo encumbró, pero terminó siendo la confirmación de que el sistema no castiga a quienes lo personifican, sino que los recicla, los protege o, cuando se vuelven inútiles, simplemente los olvida. Lozoya no fue un funcionario cualquiera. Llegó a Pemex por decisión del presidente Enrique Peña Nieto, con credenciales académicas de primer mundo y una biografía diseñada para parecer moderna, global y limpia. En realidad, era un operador más del engranaje de contratos, sobornos y lealtades compradas. Desde Odebrecht, la constructora brasileña que lo sobornó con 10 millones de dólares, apostando a favores cuando llegara a Pemex, hasta Agronitrogenados, la empresa de Alonso Ancira que fue su perdición y motivo de chantaje en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, los expedientes como un intermediario entre el dinero sucio y las decisiones públicas. Lozoya era lo que deseaba López Obrador. Caído en desgracia en el peñismo, el obradorismo lo persiguió para meterlo a la cárcel y obligarlo, a cambio de su libertad, a denunciar una red de corrupción de priistas y panistas, convirtiéndolo en el testigo estrella del caso madre contra la corrupción. Lozoya huyó de México antes de ser detenido, protegido en un santuario ruso propiedad de magnates petroleros que benefició cuando estuvo en Pemex, que le brindaron una casa en Málaga viendo al Mediterráneo donde vivía con una rusa que le proporcionaron como acompañante. El fiscal Alejandro Gertz Manero, con el aval de López Obrador, le ofreció salvar todo a cambio de revelaciones espectaculares contra Peña Nieto y su corte. Por pruebas no tendría que preocuparse. Le dieron una lista de nombres a quienes debía imputar y del resto se encargaría la Fiscalía, en donde se escribió buena parte de la “denuncia” que presentaría. Le pidieron que entregara a varios personajes, un potencial candidato a la Presidencia que había perdido en 2018, Ricardo Anaya del PAN, al exsecretario de Hacienda y Relaciones Exteriores de Peña Nieto, Luis Videgaray, a exdirectores de Pemex y, como cosa suya, porque quería vengarse de que lo habían denunciado por malos manejos en Pemex, a José Antonio González, que lo sustituyó en la paraestatal, y a José Antonio Meade, que de secretario de Hacienda saltó a candidato presidencial del PRI en 2018. Lo que prometió Lozoya, no cumplió. Lo que le entregó a Gertz Manero fue un relato lleno de lagunas, pruebas incompletas, y una lista de acusados construida más para satisfacer las necesidades de la narrativa presidencial que para sostenerse en tribunales. López Obrador había apostado a que la corrupción podía combatirse con discursos, no con instituciones, ni con fiscalías autónomas, o con procesos judiciales rigurosos. Lozoya fue usado como trofeo mediático mientras era protegido en la práctica. Por más de un año y medio no pisó la cárcel. Vivió en libertad, sin brazalete, sin vigilancia real, hasta que una fotografía cenando pato laqueado en un restaurante de comida china, y difundida por la periodista Lourdes Mendoza, a quien acusó de haber recibido una costosa bolsa de Videgaray —que finalmente se probó que había sido mentira— rompió el espejismo que deslumbraba al gobierno y lo convirtió en estorbo. Lozoya fue a la cárcel y salió para defenderse en libertad, pero acabado y desprestigiado, divorciado y sin el dinero que le dio Oderbretch como soborno.

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3ER. TIEMPO. Tan poderoso que fue, tan solo que está. Ni se le absuelve ni se le condena. Emilio Lozoya, que fue director de Pemex, está en el limbo. Durante un largo tiempo fue el emblema de la cruzada anticorrupción del presidente de Andrés Manuel López Obrador, cuya extradición de España en 2020, fue anunciado como una victoria sin precedentes en la lucha contra la impunidad. Pero cinco años después, Lozoya ya no es símbolo de justicia. Es, en cambio, el cadáver político de una promesa fallida. La Fiscalía General ha sido incapaz de armar hasta ahora un caso sólido con las pruebas que él mismo ofreció, que ha dejado a Lozoya como un símbolo incómodo al revelar la hipocresía del sistema obradorista: se le usó para señalar la corrupción ajena, pero se le protegió cuando amenazó con exponer complicidades propias. Su caso muestra que, en México, el combate a la corrupción es selectivo, estratégico, y profundamente politizado. Combatir la corrupción no es cuestión de capturar personajes mediáticos. Es desmontar redes enteras, cambiar incentivos institucionales, castigar a quienes se benefician del saqueo, y, sobre todo, romper el pacto de impunidad. Lozoya pudo ser el inicio de algo. Pero terminó siendo lo de siempre: una promesa vacía, otro expediente archivado, otra oportunidad perdida. Y el sistema —como siempre—, sin importar la piel y el color, se acomoda. Cambian los nombres, los discursos, las alianzas. Pero la corrupción, esa sí, sigue intacta. No era lo que se esperaba de Lozoya, pero si aceptó firmar las mentiras que le escribió la Fiscalía para instrumentar sobre aire su lucha contra la corrupción, ¿qué impedía que también timara al fiscal Alejandro Gertz Manero? Lozoya presentó una narrativa con verdades a medias, documentos que no acreditaban lo que decía, y acusaciones que no resistieron la más básica revisión judicial. Acusó a legisladores, asesores presidenciales y empresarios, pero no entregó una sola prueba que llevara a un juicio sólido. Sus revelaciones fueron más útiles política, que judicialmente, sirviendo de un distractor en medio de la pandemia, una palanca para presionar a opositores y, sobre todo, una carta para mantener vivo el discurso de “no somos iguales”. Hoy, Lozoya está solo. El gobierno de López Obrador lo dejó caer, sus exjefes del peñismo lo ven como traidor, y sus intentos de negociar una salida lo han llevado a una situación de indefinición legal. No es culpable ni inocente. No ha sido sentenciado, pero tampoco liberado. Es una figura suspendida, atrapada entre lo que dijo saber y lo que no pudo demostrar. Su caso evidencia las limitaciones del discurso presidencial cuando no va acompañado de técnica jurídica y mucha sed de venganza. Lozoya no fue el gran testigo, sino el gran error del régimen. Y como todo error en política, hay que enterrarlo en silencio.

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