Cuando el dolor se convierte en crimen

21 de Julio de 2025

Emilio Antonio Calderón
Emilio Antonio Calderón
Emilio Antonio Calderón Menez (CDMX, 1997) es Licenciado en Comunicación y Periodismo por la UNAM y autor de las obras Casa Sola y Bitácora de Viaje. Ha colaborado en revistas literarias y antologías de editoriales como Palabra Herida y Letras Negras.

Cuando el dolor se convierte en crimen

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Una tarde cualquiera en Coatepec, Veracruz, se convirtió en una escena de terror cuando un hombre de unos 30 años fue captado rondando despreocupado con una cabeza humana entre las manos. Pronto, el panorama que ya resultaba alarmante para la comunidad local, escaló a niveles inimaginables conforme más información sobre el caso salía a flote: la cabeza pertenecía a un hombre de 62 años, quien presuntamente lo habría agredido sexualmente un año atrás.

El asesino, identificado como Jared André “N” y conocido por los apodos de “La Mole” o “La Tinga”, aseguró que ‘El Lyn’ lo drogó y violó, y que lo que ocurrió no fue un crimen impulsivo, sino el resultado de una venganza que había planeado durante meses. La escena que estremeció a todo el país —un sujeto con restos humanos, caminando con absoluta calma mientras repetía “limpié mi vergüenza”— fue rápidamente replicada en medios y redes sociales, donde no tardaron en dividirse las opiniones.

Algunos lo retrataron como un símbolo de justicia poética. Otros lo señalaron como lo que es: un homicida que actuó con alevosía. Ambos enfoques pierden de vista algo esencial: este caso es, sobre todo, el reflejo de un sistema colapsado. Jared no solo cargaba una cabeza entre las manos; también llevaba el peso de un sistema de justicia que no supo acompañarlo, de una salud mental quebrada y de una estructura social que aún no sabe cómo abordar el abuso sexual hacia los hombres.

Porque sí: Jared es una persona con antecedentes delictivos. Fue detenido en febrero de 2025 en Tulum con 22 bolsas de marihuana, y nuevamente en marzo en Playa del Carmen con más de 270 dosis de droga y un arma de fuego. Ninguno de estos casos fue suficiente para que las autoridades atendieran lo que claramente era una trayectoria autodestructiva. Y si su denuncia por abuso sexual existió, tampoco encontró eco institucional. El resultado fue la explosión de una bomba que llevaba demasiado tiempo activa.

Pero hay algo más complejo aún: la manera en que los hombres son forzados a procesar la violencia sexual en silencio, cargando con estigmas que no permiten la fragilidad, el llanto ni la denuncia pública. En muchas comunidades, especialmente aquellas donde la precariedad, la violencia estructural y el machismo siguen siendo la norma, un hombre abusado sexualmente tiene pocas salidas: no hablar, no denunciar, y en algunos casos extremos, actuar desde la rabia y la soledad más visceral.

Eso no quiere decir que debamos justificar a Jared. El asesinato que cometió no fue un acto de justicia, fue un crimen atroz. Y debe responder ante la ley por lo que hizo. Pero sí es necesario preguntarnos qué tan responsables somos, como sociedad y como Estado, de haber empujado a una persona a este punto. ¿Cuántas denuncias ignoradas, cuántos vacíos institucionales, cuántos traumas no atendidos se acumularon para que alguien decidiera que la única manera de “limpiar su vergüenza” era caminando con una cabeza en las manos?

Vivimos en un país donde la justicia muchas veces llega tarde o no llega. Donde la respuesta a los abusos suele ser la indiferencia. Y donde los crímenes más crudos se explican mejor como síntoma que como excepción. No estamos ante una historia de venganza heroica ni ante una novela criminal. Estamos ante una advertencia: cuando el dolor se margina, se ignora o se silencia, termina brotando en formas que nadie puede controlar.

Jared no es un mártir ni un monstruo. Es el resultado de un entramado social que sigue sin comprender que el dolor no se evapora. Que la impunidad no es un tema abstracto. Que la vergüenza, cuando no encuentra justicia, se convierte en rabia. Y que esa rabia, si no se atiende, puede terminar en tragedias impensables.