Está por terminar 2025. Es común que, en estos días, aterricemos propósitos para el año que inicia. Que el primer día del año sea precisamente el hito que determina una renovada manera de vivir. Ir al gimnasio, comer más sano, dejar de beber y emprender un negocio muy rentable suelen estar a la cabeza de la lista. Durante las vacaciones, incluso, nos echamos a los brazos de aquello que erradicaremos, confiados en que, iniciado el nuevo año, nuestro nuevo yo se hará cargo.
Y, llegado el día, la nada. O algo tan efímero como el fuego de un cerillo.
El problema es el método que adoptamos por default. La manera tajante e intempestiva con la que nos imponemos los cambios proyectados. Y es que todos tenemos una tendencia natural a rechazar la tiranía, incluso cuando proviene de uno mismo. En consecuencia, más pronto que tarde protestamos, resistimos y volvemos a encarnar ese yo “libre y sin cadenas”. Ese que nos hizo sentir de tal manera que fue necesario establecer nuevos propósitos en un inicio. Más vale viejo por conocido… y todo vuelve a comenzar. Como perro que se persigue la cola.
A lo largo de los años, he aprendido que modificar el estilo de vida, más que un abrupto cambio de timón, es un sutil y suave proceso. Un cúmulo de pequeñas decisiones que adoptamos diariamente. Poco a poco. Todos los días un poco más, hasta que hemos construido nuevos hábitos. Y, con ello, ya hemos ganado. Porque se trata del estilo de vida, no de sus resultados adyacentes.
Esto, sin embargo, tiene dos prerrequisitos. El primero: estar consciente de que todo es ritmo y de que nadie está excluido de esta ley. Por tanto, todos tenemos días con energía y días sin ella. Días con motivación y determinación, y días sin ellas. Días con turbulencia cotidiana y deseos de recuperar nuestra otrora “libertad”, y días sin ellas. Por eso, hacer que las tareas proyectadas dependan de elementos como estos es, a mi juicio, un error estructural. Frente a las inclemencias del ritmo, constancia y repetición. Nos sustraemos del oleaje para observar el rompimiento de las olas desde las alturas.
El segundo prerrequisito es el amor hacia nuestra persona. Estar conscientes de que hacemos lo que hacemos no porque nos guste, sino porque nos hace bien. Es la razón por la que no permitimos que un niño sustituya proteínas por un puñado de gomitas: porque impedirlo le hace bien, incluso si protesta. Y así concebido, el amor es una motivación más sólida que otras de naturaleza externa (e.g., volver a usar la ropa de nuestra juventud, ganar dinero o mejorar una dinámica social) que, por muy válidas que sean, pueden no verificarse pronto, con lo que nos desmotivamos y la probabilidad de claudicar aumenta.
Con esto en mente, podemos trazar un plan de acción. Uno que, lejos de establecer objetivos aplastantes, considere pequeñas acciones que habrán de realizarse diario. Después de todo, como vivimos nuestro día es como experimentamos el resto de nuestra existencia. No hay tal cosa como algún día. Todo acaece hoy.
Imagínese que, como vivió este día, es como vivirá los que le quedan. ¿Le agrada? En la respuesta a esta interrogante se encuentra la razón más poderosa para los propósitos de este año nuevo.