Un ritual que la ciudad ya no ve

18 de Octubre de 2025

José Pérez Linares
José Pérez Linares
Abogado y Cronista. Ha publicado en Rumbo de México, Diario DF, El Capitalino.

Un ritual que la ciudad ya no ve

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José Pérez Linares

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Foto: EjeCentral

Septiembre trae a la ciudad una luz distinta: banderas en los balcones, bandas marciales, adornos tricolores que cuelgan sobre el tránsito. Con esa escenografía comienza el ciclo con el Informe Presidencial. Acabamos de ver el de la presidenta, Claudia Sheinbaum: acto sobrio, resguardado en Palacio Nacional. Pero no hace tanto, la capital vivía esa jornada como un drama urbano que convertía sus calles en escenario, con símbolos a cielo abierto y una liturgia compartida.

En los años ochenta, el Informe era el Día del Presidente. La ciudad despertaba expectante: calles despejadas, vecinos tras vallas, trabajadores asomados a los balcones. El jefe del Ejecutivo salía de Palacio y tomaba Corregidora rumbo a San Lázaro en automóvil descubierto, a la vista de todos. A su paso, la ovación crecía y desde las azoteas caía una llovizna de papeles tricolores, confeti cívico que dibujaba en el aire el contorno del poder. No era mitin ni ceremonia discreta: era la representación pública de una autoridad que buscaba legitimarse en el aplauso callejero y en la puesta en escena de la ciudad.

El trayecto tenía un punto decisivo: el Jardín Guadalupe Victoria. Allí, la estatua ecuestre del primer presidente del México independiente parece cabalgar hacia el Congreso. En la alforja de bronce asoman rollos de papiro, emblema de informes y rendición de cuentas. Cada septiembre, al descender en ese punto, el presidente no solo pisaba un jardín, sino que recreaba el gesto fundacional de Victoria, el de comparecer ante la soberanía nacional. Palacio como origen, Corregidora como pasillo ceremonial, el jardín como antesala simbólica y San Lázaro como culminación del rito: toda la clase política —y algunos invitados extranjeros— aguardaba la llegada del jefe del Estado. Más que protocolo, un corredor urbano puesto al servicio de la República.

Hoy la escena es otra. El Informe ya no se vive en la calle: no hay carro descubierto, ni detención en el jardín, ni multitudes asomadas a los balcones. La presidenta no recorre Corregidora hacia San Lázaro; el acto se repliega tras los muros de Palacio, convertido en escenario único y cerrado. Lo que fue rito republicano devino reunión acotada, con invitados afines, discursos programados y aplausos previsibles. Mientras tanto, el Jardín Guadalupe Victoria se volvió espacio de paso, refugio improvisado, símbolo sin ceremonia.

En ese formato, Claudia Sheinbaum rindió cuentas con un mensaje mesurado: “vamos bien y vamos a ir mejor”. Hubo reconocimiento al antecesor, agradecimientos al gabinete, consignas contra el neoliberalismo y reafirmación de soberanía frente al vecino del norte. Todo ocurrió en casa, en la órbita de la propia coalición. Lo que no hubo fue el “Día de la Presidenta”.

La diferencia importa. En los ochenta, aun con rigidez y control, el ritual proyectaba una idea de rendición de cuentas y escenificaba un diálogo entre poderes. Hoy, la entrega del documento al Congreso se percibe como trámite, y los posicionamientos de las bancadas derivan con frecuencia en un duelo de descalificaciones que convierte la política en ruido y desorden.

Del carro descubierto y el gesto de Guadalupe Victoria hemos pasado al encierro de un discurso sin calle ni multitud. Y en política, los símbolos pesan tanto como las palabras. La Jefa del Estado ya no recorre Corregidora ni hace alto frente a la estatua; no roza —ni siquiera con la mirada— los papiros de bronce de la alforja. El Informe permanece dentro de Palacio Nacional, entre cortinas blancas y protocolos medidos. En esa mudanza del espacio público al interior palaciego se cifra un cambio profundo: de una ceremonia compartida por la ciudad a un acto controlado por el poder.

¿Volverá la Jefa del Estado a rendir cuentas personalmente ante el pueblo representado en el Congreso? La República puede cambiar sus formas, pero cuando el poder pierde la calle, pierde memoria.