En política hay una gran diferencia entre hablar de intenciones que de consecuencias. El primer caso nos refiere a principios y objetivos en la toma de decisiones, el segundo a resultados medibles y verificables. Aunque ambos criterios están relacionados, por un lado los fines no justifican cualquier medio, por el otro el camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones.
La Presidencia tiende a olvidar frecuentemente que tanto sus intenciones como sus resultados son objeto de un profundo escrutinio público. Lo cual, más que por un problema de chiles que no embonan, tiene que ver con altísimos niveles de descrédito y una tendencia a agravar los problemas con pésimas declaraciones.
Apenas el lunes pasado, menos de 24 horas después de la captura del exgobernador veracruzano prófugo, Enrique Peña Nieto resumió su interpretación del caso: “Quienes quebranten la ley deben responder por sus actos. Independientemente de lo que determine el Poder Judicial, estas detenciones (refiriéndose a Yarrington y Duarte) son un mensaje firme y contundente contra la impunidad”.
La declaración presidencial, y el entusiasmo priista que lo ha acompañado, reflejan también una comprensión más que limitada de la idea de impunidad y su alcance en México. Siguiendo la definición de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unida en el Informe de Diane Orentlicher (CDHIO), la impunidad consiste en “la inexistencia, de hecho o de derecho, de responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones, así como de responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso de ser reconocidos culpables, condena a penas apropiadas, incluso a la indemnización del daño causado a sus víctimas”. Esto supone ver a la impunidad más que la captura de un delincuente y entenderla como un fenómeno jurídico y político-institucional, tanto de hecho como de derecho, de carácter multinivel y pluricausal, que involucra las diferentes fases de los procesos de administración de la justicia, reparación del daño y la protección de las víctimas.
Sin embargo, la visión del Presidente tiene otros problemas. Primero, ni siquiera se ha conseguido la extradición de Duarte o Yarrington como para hablar desde ahora de un mensaje firme y contundente contra la impunidad. Segundo, son pocos los mexicanos quienes confían en la voluntad de Peña Nieto para enfrentar la corrupción y la impunidad. Tercero, hay demasiadas preguntas que el gobierno debe contestar sobre la patente de corso que han gozado diversos gobernadores, como para echar en estos momentos las campanas al vuelo. Finalmente, por más que sea tentador colgarse medallas ajenas, el saqueo de Duarte fue evidenciado gracias a las investigaciones periodísticas iniciadas por Animal Político, no por el trabajo de las instituciones federales.
Un mensaje firme y contundente contra la impunidad en el caso Duarte implica investigar a sus cómplices directos, a los miembros de su círculo cercano y a las autoridades federales que permitieron y toleraron sus actividades en tanto les redituó políticamente; contabilizar y regresar a las arcas públicas los recursos saqueados por Duarte, incluyendo los que terminaron en campañas electorales; llevar a juicio a Duarte y sus cómplices por los diferentes delitos cometidos, incluyendo su responsabilidad en la violencia contra periodistas y sus omisiones en el caso de las fosas clandestinas; y un compromiso real del gobierno federal para impulsar las transformaciones institucionales necesarias para crear un sistema anticorrupción que funcione en los hechos y permita evitar la reproducción de estos casos en otras entidades.
Lo que no han entendido en la Presidencia, es que nadie confía en sus intenciones, la captura en sí no es un resultado y el sexenio ha quedado marcado por simulaciones y pactos de impunidad. Los ciudadanos todavía esperamos de nuestras autoridades un mensaje firme y contundente contra la impunidad.
@ja_leclercq