Piso siete. El bóiler de un departamento explotó. En segundos el humo negro llenó los pasillos y las escaleras. Yo estaba en casa, en el onceavo piso, tenía las ventanas abiertas cuando me empezó a oler a plástico quemado. La televisión. Pensé que la televisión hizo un corto circuito porque el olor, según yo, provenía de ahí. Vi un poco de humo, me senté en el suelo para desconectarla e investigar el origen. El humo aumentó. Creí que el incendio se estaba originando en mi casa y, por instinto, cometí un error: abrí la puerta para pedir ayuda. Un golpe de aire caliente me dio en la cara y en segundos, todo se volvió negro. Entré en pánico, no pude cerrar la puerta. Reconociendo la casa con las manos llegué a la cocina, me puse un trapo mojado en la cara e intenté llegar hasta la ventana. Quería respirar, pero era imposible. No sé cómo, pero encontré el celular. Llamé a mi marido para decirle que el edificio se estaba quemando y que no podía respirar. Intentó calmarme, me dijo que pusiera una toalla mojada en la puerta. Lo oí pero no lo escuché. Me estaba ahogando. Tomé tres decisiones y esta fue la primera: Si estando aquí no respiro, voy a salir e intentar bajar las escaleras. Llámenlo estupidez o instinto de supervivencia. ¿Qué me llevo? Nada, ya nada era importante. Ni mi pasaporte, ni mis recuerdos. Te aferras a lo material hasta que te topas con una situación en la que te das cuenta que realmente nada lo vale. Salí gateando porque no podía ver. Con las manos iba reconociendo el suelo y las escaleras. Paré. No pude seguir bajando porque ya no podía respirar y porque todo a mí alrededor empezó a calentarse. Hasta ese momento lo supe. Creí que estaba huyendo del incendio, pero me equivoqué, iba hacia él. Ya no podía subir y no sabía en dónde estaba. Los bomberos todavía no llegaban y tenía miedo de morir quemada. Tome la segunda decisión: Me quité el trapo húmedo de la cara y respiré lo más rápido que pude. No quería estar despierta para cuando el fuego llegara a mí. Me puse en posición fetal. Mi vida y el tiempo se me escapaban, por un segundo lo creí, hoy era “el” día, el último. Entre el humo me sentí tan frágil. Me empezó a dar sueño… No, no quería morir, por lo menos no así. Tomé la tercera decisión: Seguir intentándolo. Agarré el trapo, me lo puse en la cara y comencé a pedir ayuda. Los bomberos llegaron y, en lo que controlaban el fuego, dieron la orden de no abrir puertas. Fueron dos “ángeles” las que me escucharon gritar y una de ellas decidió desobedecer. Lo primero que hice al entrar fue buscar una ventana, pero si saltas de un noveno piso no hay posibilidades. Todo se calentó, las tres creímos que el fuego había llegado. Tomé mi celular y mandé un mensaje de voz a mi familia para disculparme por enviar un mensaje así, para decirles lo que estaba ocurriendo y para que supieran lo mucho que los quiero. Después de eso ya no pude hablar, estaba demasiado mareada y tenía mucho sueño. Llegaron los bomberos y uno de ellos se quitó la máscara para que pudiera respirar, mientras intentaba sacarme del edificio. Gracias a él no me quedé dormida. Me llevaron al hospital porque los niveles de COHb seguían altos. Cuando la gente llega al número 15 se queda dormida o entra en coma; yo llegué al número 13. Entré a urgencias y lo primero que me preguntaron fue: ¿A qué eres alérgica? Contesté que a los incendios. Después de nueve horas, ahumada, salí del hospital. ¿Qué aprendí? Ser agradecida porque todo se puede esfumar en un segundo, hasta la vida. Nada, que sea material, tiene valor. Lo más valioso que tengo en la vida es el amor y el cariño que recibo todos los días. Los héroes verdaderos no llevan capa. Estando ahí pedí una oportunidad. Ahora entiendo que la oportunidad la tengo cada que abro los ojos por la mañana al despertar.