Sobre la adopción homosexual

29 de Abril de 2024

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Sobre la adopción homosexual

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El día que decidí que el único camino que me quedaba era el suicidio, me avisaron que mi abuelo —ya enfermo— me estaba buscando. Cuando llegué a su lado, lo encontré sentado en la cama, leyendo el periódico y con bastante buen semblante, aunque cada vez más se le escuchaba un silbidito en la respiración y se le notaba que se quedaba sin aliento. Era un tipo recio, mi abuelo. Se quedó huérfano a los siete años pero contra toda expectativa, logró amasar un pequeño conglomerado de negocios que iban de una tlapalería a una cadena de cafeterías en nuestro natal Estado de Coahuila. También, fue rector de la Universidad, Alcalde y hasta Caballero de Colón (sociedad fraterna católica para “la defensa de la fe”).

Cuando me vio mirarlo desde la puerta, dobló con paciencia el diario y me llamó a sentarme a su lado. Hijo, me dijo con un hablar pausado, tú sabes que no me gustan los rodeos. Ayer el padre Aguilera me vino a ver. Me contó que ahora rompiste el noviazgo que tenías con la hija de los Basave... Quise interrumpirlo, inventarle una excusa, pero pareció adivinarme el pensamiento. No me digas nada, hijo. No es la primera chamaca guapa y de buena familia con la que no congenias. Y es tiempo de que afrontemos el tema de una buena vez por todas. Desde niño te he observado y no me es secreto que nunca te han gustado las mujeres.

Me puse a temblar incontrolablemente. No supe qué hacer, más que rogar perdón. Perdón por ponerte en vergüenza a ti y a todos los nuestros. Perdón porque todos los días de mi vida he intentado cambiar y ser mejor, pero no he podido. Perdóneme, abuelo.

Me detuvo en seco. No te disculpes, me reprendió. Esto no te hace malo ni culpable de nada, sino con gustos diferentes. A mí sigue sin gustarme el chocolate y no hay fuerza espiritual ni educación de paladar suficiente que logre que me coma un pedazo sin vomitar, aunque a todo mundo le parezca la sustancia más exquisita del mundo.

Me quedé atónito. Luego tosió por un rato y cuando pudo retomar, me relató: Ayer se lo aclaré al padre Aguilera, que me dijo que te quería dar homeopatía para “curarte”. Si la homosexualidad realmente fuera una enfermedad o un asunto de decidir qué camino seguir, cualquier heterosexual podría practicar la homosexualidad y luego volver a ser heterosexual. Y no mi’jito. No hay poder humano ni divino que haga que me gusten los hombres, como comprendo que no haya poder terrenal ni celestial que haga que te gusten las mujeres.

No pude más. Me solté llorando. Por primera vez en toda mi existencia me estaba liberando de la peor carga de mi vida, el hombre más conservador y duro de toda mi familia. Al ver como me desmoronaba, mi abuelo me abrazó.

Desde niño me había sentido siempre fuera de lugar, les confieso. Por ejemplo, cuando salieron las películas de Star Wars, a mis amigos les gustaba la princesa Leia en su bikini de esclava, mientras a mi me resultaba atractivo Harrison Ford haciéndola de Han Solo. Nunca lo conté —hasta ahora— porque en el norte aprendes rápido que ocultar tu diferencia, es cuestión de elemental supervivencia. Allá el hombre es más hombre si hace trizas a los “maricas”.

Por eso lo disimulé todo lo que pude. Por años. Rezaba a Dios todos los días para que me diera fuerzas. Que me ayudara a cambiar. Que lograra mantener una relación estable con una mujer. Que me excitaran ellas y no sus amigos o hermanos. Le imploraba que no fuera yo el jotito de los chistes. El puñal al que todos querían madrear apenas se tomaban unas cheves frías. “La loca” a la que señalaran las amigas de mis padres. El putito al que no invitaran a los eventos sociales y familiares para que no se hicieran chismes.

Y no, les aclaro ahora que me leen, que nunca nadie abusó de mí sexualmente ni tuve una madre dominante. Muy al contrario, provengo de un hogar feliz, católico practicante, con un padre presente y tenaz, y una madre cariñosa (y siguen juntos después de treinta y cinco años), donde a mí y a mis hermanos siempre se nos inculcó el amor y el respeto, a nosotros mismos, a nuestros semejantes y a las leyes de los hombres.

Mi abuelo ese día me dejó llorar hasta que me cansé. Me consoló durante largo rato y me regaló de nuevo la vida que yo había decidido derribarme con una bala. Me dio dinero, una cantidad considerable. Tu parte de la herencia, para que te vayas a una ciudad más grande y puedas ser tú mismo, aprender a conocerte y aceptarte tal cual naciste. Viaja por el mundo. Conoce lugares más aceptantes donde puedas desarrollar tu potencial, me dijo. Y así lo hice esa misma noche. En lugar de pegarme un tiro, compré un boleto de camión.

A los meses, un día como hoy pero hace veinte años, cuando estaba yo en Madrid, murió mi abuelo rodeado de sus hijos y nietos. A él en especial y a mis padres en lo particular, les debo lo que soy: un hombre de bien que tiene una galería de arte, que crea empleos bien remunerados, que paga impuestos y seguro social, que no da mordidas ni tira basura y que ante todo, respeta la ley. A él le debo también que creo en Dios, y por ello contribuyo con asociaciones que se encargan de los más pobres. Y les cuento que estoy casado desde hace cuatro años con un hombre maravilloso de quien soy pareja desde hace quince, cuando nos conocimos en una cita a ciegas en San Francisco.

Me casé porque creo en la familia como unidad básica de amor formativo en la sociedad. Yo tuve una infancia muy feliz gracias a mi familia. Y por eso celebro que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, prohíba leyes que prohíban que gente como yo, adopte. Porque los homosexuales somos seres humanos iguales a cualquiera y podemos formar hogares estables y amorosos. No se engañen para justificar sus fobias: ni somos abusadores, ni le estamos quitando el derecho a los padres heterosexuales a adoptar. Si llevan mucho tiempo esperando no es por nuestra culpa (acaso será del DIF y sus procesos). Sépase que un niño crecerá bien en un hogar donde haya amor, y no se volverá gay por imitación o contagio, como yo no pude —por más que rogué al cielo— volverme heterosexual por emulación.

Gracias abuelo por enseñarme que todo el mundo es igual, sin importar si nos gusta el chocolate o no. Gracias porque contigo aprendí que todos podemos y debemos convivir en paz y armonía y con amor y eso mismo enseñaré al hijo que adoptemos nosotros.

Atentamente

Alguien como tú.

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