En mi entrega pasada en la columna de opinión Un buen acuerdo, compartí que la mediación es un mecanismo de solución pacífica de conflictos reconocido en la Constitución Federal y en la mayoría de las leyes locales de nuestro país. Se trata de un instrumento que privilegia el diálogo sobre la confrontación y que, en fechas recientes, ha recibido un número creciente de asuntos de carácter empresarial. Sin embargo, el otro gran tema que llega de manera constante a las mesas de mediación es el de los divorcios.
En este espacio quiero detenerme en un aspecto doloroso pero necesario: las mujeres seguimos siendo, aún en pleno siglo XXI, las más desfavorecidas. Quizá el lector o la lectora piense que quienes llegan a mediación son mujeres de escasos recursos o sin preparación profesional. La realidad es distinta. Muchas de ellas cuentan con estudios universitarios o incluso posgrados, pero en algún momento de su vida, al casarse y tener hijas e hijos, decidieron —de común acuerdo con su pareja— renunciar a su desarrollo profesional para dedicarse a la crianza y al acompañamiento de sus familias.
Estas mujeres asumieron maternidades conscientes, permanecieron en casa, apoyaron a sus parejas para que fueran ellos quienes continuaran con maestrías, doctorados o cursos técnicos de alta especialidad, con la expectativa de que alcanzaran mejores sueldos y pudieran sostener a la familia. El conflicto surge cuando, tras haber alcanzado esos logros, algunos hombres deciden separarse porque encuentran otra pareja. La mujer que renunció a su desarrollo profesional queda entonces sin reconocimiento, sin ingresos propios y con muy pocas oportunidades de reinserción laboral.
En la práctica, estas mujeres llegan a mediación con grandes aprendizajes sociales: han sido psicólogas de sus hijos e hijas, acompañantes emocionales de sus parejas, administradoras del hogar y expertas en la cocina. Sin embargo, nada de esto se valora en el mercado laboral. Tras años de dependencia económica, enfrentan un panorama adverso: un mundo laboral que sigue siendo predominantemente masculino, con jornadas de más de ocho horas, sin guarderías suficientes, sin horarios flexibles y sin concesiones para atender responsabilidades familiares.
Así, cuando llegan a la mesa de mediación, lo hacen con expectativas de ser reconocidas no solo en lo moral, sino también de ser retribuidas económicamente por lo que dejaron de hacer en su vida profesional. Mientras tanto, algunos esposos llegan al extremo de etiquetar la comida en el refrigerador para impedir que ellas consuman lo básico.
La intención de este espacio no es solo describir la problemática, sino generar conciencia. Las mujeres debemos procurarnos entre nosotras, ser apoyo unas de otras y, en la medida de lo posible, no abandonar nuestros estudios ni trabajos. Es fundamental centrar nuestra energía en nuestro potencial, porque ninguna pareja —sea hombre o mujer— ofrece garantía de por vida.
La mediación, como termómetro social, nos muestra estas realidades con crudeza. Y es precisamente desde ahí que debemos reflexionar: la paz y el diálogo no pueden construirse si seguimos permitiendo que las mujeres enfrenten solas las consecuencias de haber apostado por la familia en un sistema que aún no reconoce ni valora ese esfuerzo.