Con ganas de más

27 de Agosto de 2025

Diana Loyola

Con ganas de más

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Recorrimos unos ochocientos kilómetros para llegar aquí, un par de trenes y un viaje de una hora en auto nos trajeron a esta isla. Algunos minutos a pie me condujeron al dique en el que me encuentro ahora, una banca de madera me permite escribir sentada mientras veo el ir y venir de mi hijo de seis años que recorre el dique (de unos 5 metros de ancho por un kilómetro de largo) en una bici prestada. Bajo el dique, enormes piedras blancas y negras se apilan caprichosas.

El mar se mueve suavemente, la marea baja deja al descubierto unas playas de arenas limpias y claras. No veo gaviotas, pero sí patos y chorlitos y allá al fondo, a lo lejos, veo el continente.

Francia se ha encargado de irme cambiando algunos conceptos: he resignificado la vida, el amor, la comida y sí, también la belleza. Estas playas que otrora hubiese criticado por tener aguas y vientos fríos, hoy me parecen de una hermosura particular.

Conforme la tarde avanza el paisaje va cambiando de manera sutil pero notoria, es un paisaje orgánico que abraza con humedad salada y hace que los sentidos se adormezcan de a poco con el lento vaivén de las olas.

Ya casi es el ocaso, el sol se acuesta a mis espaldas iluminando las marismas y esos pinos de frondas redondas y troncos caprichosamente modelados por el viento que conforman el bosque detrás de éstas.

Esa luz rojiza que pinta también las nubes y nos hace ver bronceados aunque no lo estemos. Son los últimos rayos de sol de hoy, mañana renace y con él las ganas de salir al encuentro de la isla; del mercado local famoso por sus ostiones en toda Francia (esta región de Charente-Oléron tiene los cultivos de ostiones más reputados, y con toda razón, conozco gente que ha cambiado favorablemente de parecer respecto a los ostiones al probar uno de este lugar); de esos caminos perdidos en el bosque de suelo arenoso adornado por mimosas en flor que crecen en los claros -hoy anegados por ser estación de lluvia-. Aquí el aire huele ligeramente a anís gracias a esas mimosas, a resina y la sal, aunque no huele, se siente en los labios. La arquitectura local, con sus casas de fachadas austeras pintadas siempre de colores claros, contrastando con los colores vivos de las contraventanas de madera y sus techos de dos aguas cubiertos de tejas redondas, da al paisaje una cualidad atemporal y romántica de pueblo de pescadores.

Antes de venir al dique, unos lenguados fresquísimos perfectamente fritos en mantequilla, nos anunciaron que éramos bienvenidos. Los frutos de este mar generoso se transforman en una gastronomía, tan maravillosa como rica, que invita a perderse en sus sabores, en sus olores, en sus texturas. Invita a soñar, a desear no irse nunca, a descubrir qué más hay, a ir al encuentro de la novedad y la sorpresa. Los caracoles de mar, aquí llamados “bulots”, constituyeron un verdadero hallazgo. En el mar, la vida sí es más sabrosa. Aunque el mar sea frío, aunque el aire helado, aunque el día se acabe y yo, me quede con ganas de más.

À la prochaine!

@didiloyola